Valor de arrepentirse
El fiscal superior de Euskadi ha matizado su opinión de que Inés del Río ya no es terrorista porque, tras 26 años de cárcel, “ha cumplido con la sociedad”. Pero ha reiterado que los presos y expresos tienen derecho a la reinserción. Sus palabras suscitaron reacciones que venían a decir que el terrorista lo es de por vida. Es un juicio sumarísimo que refleja la irritación de las víctimas, reflejo a su vez de la de la población, de siempre más dispuesta a admitir concesiones políticas que a aceptar indultos, según reflejan las encuestas. Su radicalidad en este terreno no se debe tanto a la desproporción entre el dolor causado y el castigo pagado como a la falta de signos de arrepentimiento de los que ahora saldrán por la sentencia de Estrasburgo.
El arrepentimiento es un sentimiento íntimo; exteriorizarlo en prisión requiere valor, porque el precio es el ostracismo en un medio en el que el grupo lo es todo. Y siendo algo que reside en la conciencia, no hay forma de comprobar si es sincero o no. Es lógico, sin embargo, que las víctimas exijan pruebas de ese arrepentimiento como condición para el acceso a medidas de reinserción. Una reforma del Código Penal en 2003 estableció, entre los signos para acreditar la ruptura con ETA, la “colaboración con las autoridades” para impedir nuevos delitos o para la identificación y captura de autores de delitos anteriores. Pero no es lo mismo colaborar para impedir un atentado que para castigar al autor de uno cometido hace años. Exigir esto último como condición para acceder a la reinserción es apostar por que nadie se apunte a ella. Otra cosa es tratar de evitar un atentado.
Por ejemplo, que estalle una bomba en un cuartel. El primer etarra afectado por la sentencia que ha salido tras Inés del Río es Juan Manuel Píriz, que llevaba 29 años en prisión. Fue condenado por el asesinato en 1984 de Mikel Solaun, un ingeniero industrial, militante de ETA en su juventud (fue uno de los fugados de la cárcel de Basauri en diciembre de 1969) que, tras acogerse a la amnistía de 1977, regresó del exilio ya desvinculado de la banda. Cuatro años después, miembros de ETA le conminaron a colaborar en la colocación en un falso techo del cuartel de la Guardia Civil de Algorta, Vizcaya, en cuya construcción participaba, de una carga explosiva destinada a ser activada el día de su inauguración, con decenas de personas en su interior. Solaun avisó a la guardia civil, que logró neutralizarla. Pese a lo cual fue detenido acusado de colaboración con ETA.
La negativa a reconocer el dolor causado explica la radicalidad de las víctimas con los presos
Es cierto que había colaborado con ella, bajo amenaza, pero también que había evitado que cumpliera su propósito, en un acto de valor, según argumentó su abogado, Juan María Bandrés, en el juicio. Lo que no impidió que fuera condenado y encarcelado en la prisión de Soria, donde recibió una paliza a manos de reclusos de ETA. Salió un año después, y el 4 de febrero de 1984 fue asesinado por Píriz y otro compinche: ambos serían detenidos poco después y condenados a 30 años.
Píriz ya lo había sido a seis meses por su participación en el secuestro por dos horas del entonces secretario general del Partido Comunista de Euskadi (PCE-EPK), y también antiguo miembro de ETA Roberto Lertxundi, el 3 de abril de 1981. Abordado en el casco viejo bilbaíno por dos jóvenes aparentemente armados le dieron a leer un escrito con este texto: “Tu mujer y tu hijo están en nuestro poder. No hagas ningún movimiento sospechoso”. Cogieron un taxi en el que se dirigieron a Algorta, a 15 kilómetros de Bilbao. Como el taxista no tenía cambio del billete de 5.000 pesetas de los secuestradores, tuvo que pagar el secuestrado. Le llevaron a un chalé semiderruido en cuya planta superior —decorada con pintadas que decían: “Independencia”, “Vosotros los reformistas sois los terroristas” y “Gora ETA militar”— le sometieron a un interrogatorio sobre cuestiones como por qué el PCE llamaba terroristas a los de ETA y otras similares.
El PCE-EPK fue el primer partido de Euskadi que convocó manifestaciones contra ETA, a partir de 1977. A mediados de los años 80 se fusionó con la Euskadiko Ezkerra de Mario Onaindía, uno de los seis miembros de ETA condenados a muerte en el juicio de Burgos, en 1970, y que pasó los últimos años de su vida con protección policial frente a las amenazas de la banda.
Acaban de cumplirse diez años de su fallecimiento, el 31 de agosto de 2003. Tres días después se publicaba en La Razón un escrito firmado por R. Graells en el que, tras recordar que era “uno de aquellos jóvenes que salían a la calle reclamando la pena de muerte para los etarras” juzgados en Burgos, explicaba su posterior evolución ideológica, que le había llevado a convertirse en admirador de Onaindía. Y concluía diciendo que, ante la noticia de su fallecimiento, su propio hijo le había interpelado diciéndole que si le hubieran hecho caso y fusilado a Onaindía en 1970 “se habría perdido todo lo que ha hecho después”.
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