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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El ‘blues’ de los agravios

Me preocupa es esta omnipresente política de la queja y la victimización

Fernando Vallespín

El arte de la política es el más difícil porque, entre otras cosas, tiene que lidiar con las pasiones humanas. Quizá por eso, y como decía el bueno de Hobbes, la política debe evitar que nos disolvamos entre sus impulsos y podamos sujetarlas a lo que la racionalidad nos dicte. Dichosos, pues, los pueblos bien gobernados porque en ellos aquellas se encauzarán hacia fines benéficos, y no hacia la insidia, la desconfianza y la disolución de los vínculos cooperativos. Ese no parece ser nuestro caso, donde las más bajas pasiones campan a sus anchas. Lo que solía ser un país protestón pero alegre se ha convertido en un país de agraviados y resentidos. El ejemplo más claro lo tenemos en algunos de nuestros presidentes de Comunidades Autónomas, en particular los de Cataluña y Madrid, cuando elevan sus quejas por la financiación autonómica. Esto suscita inmediatamente la reacción visceral de los otros más pobres. ¿Acaso Madrid no se beneficia de la capitalidad y de ser la sede de las grandes empresas, o Cataluña de haber sido la llave para la estabilidad de gobiernos del Estado a cambio de determinados beneficios económicos durante varios lustros? Unos y otros, como se corresponde con este mundo cuantificador y estadístico en el que vivimos, presentan sus argumentos con un largo pliego de datos. Mientras arde Roma, el Gobierno continúa tocando la lira de la crisis económica; sigue decidido a no decidir; ahora no toca.

Reconozco que me siento incompetente para dirimir quién tiene razón. Solo me creeré esos datos cuando vengan avalados por informes de observadores externos, no a instancia de parte interesada, y cuando se introduzcan en ellos consideraciones que vayan más allá de lo estrictamente numérico. Pero, en todo caso, lo que me preocupa es esta omnipresente política de la queja y la victimización, que nos tiene encerrados en un estado de ánimo que nos exige reparaciones retroactivas y en el que todos vamos de ofendidos. Es posible que la escasez provocada por la crisis sea la fuente de todo esto, de este espíritu de confrontación en el que parece que solo nos importa “quién obtiene qué, cuándo y cómo”, por reflejarlo con las palabras del conocido título de Burnham. La codicia de los mercados se traslada así al peseteo de las Comunidades, incluyendo entre ellas a los propios Estados, claro está. La magnanimidad, la generosidad, la solidaridad, todas esas grandes virtudes clásicas parecen que se han esfumado. Todo se rige por un baremo estrictamente económico y por el sentimiento del agravio.

Tomemos el ejemplo catalán. El discurso dominante en España en la respuesta al giro soberanista se ha caracterizado por quedarse exclusivamente en la advertencia sobre las consecuencias económicas de la independencia, que se quedará fuera de la UE, etc. Que yo sepa, nadie ha dicho que no queremos que Cataluña se vaya porque la amamos, que es lo que yo siento. Y que hacerle concesiones políticas no solo no me ofende, sino que considero que es imprescindible para poder seguir viviendo juntos. Frente a eso, el que seamos más o menos pobres no me importa. Hay valores que están por encima del puro cálculo económico o el ventajismo político, y el favorecer la convivencia a partir del respeto mutuo o los sentimientos compartidos, no el burdo trade-off económico, es uno de ellos. Y esto vale tanto para uno u otro lado del Ebro.

Pues no, todo indica que algo tan elemental se nos ha olvidado. Solo parecemos actuar con el sombrero del agravio. Lo malo de esta pasión es que suele acabar en resentimiento, una de las peores de todas ellas. En su Tiberio, el Dr. Marañón la supo teorizar con agudeza: “el resentido es siempre una persona sin generosidad, un ser mal dotado para el amor”, de poca calidad moral. Y, cabría añadir, incapaz de buscar la cooperación, defensivo, desconfiado. La verdad es que a pocos nos gustaría reconocernos en él, aunque sea ahora el rasgo más característico de nuestra vida pública. Nos falta grandeza, generosidad, ambición, capacidad para mirar al futuro sin complejos, la autoestima necesaria para emprender un proyecto colectivo. Hemos devenido en una suma de petits bourgeois, preocupados por el coche que se compra el vecino; o, lo que es peor, de petits patriotes. Justo cuando más falta nos hace adicionar voluntades, más nos fraccionamos. Y ahí los liderazgos, su ausencia, más bien, no solo no ayudan sino que contribuyen a profundizar en aquello que no debemos hacer. En vez de tender puentes se regocijan en el recelo mutuo.

Creo que estamos sufriendo una psicopatología colectiva grave. Deberíamos hacérnosla mirar.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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