Rumbo desesperado al paralelo 35
Las duras redadas policiales de Marruecos han convertido las aguas del Estrecho de Gibraltar en una meta para cientos de subsaharianos en su viaje a Europa
Djambe y Dressi comparten las mismas marcas de su paso por el estrecho de Gibraltar en balsa. Muestran cicatrices que les harán recordar siempre la noche que se pasaron remando en el mar. Llegaron a España a mediados de julio, con una semana de diferencia, a bordo de balsas neumáticas abarrotadas de inmigrantes como ellos. “Esperamos escondidos cerca de la playa hasta las cuatro de la mañana, luego hinchamos la barca y nos montamos 10 hombres dentro”, recuerda Dressi. Su objetivo, sin saberlo, era cruzar el paralelo 35º 50', donde comienza la zona de responsabilidad asignada al Centro de Salvamento de Tarifa. Queda tan al sur que, algunos puntos están muy cerca de la costa marroquí. “Por eso muchas pateras nos llaman por el móvil para avisarnos de que están a la deriva cuando aún están muy cerca de Marruecos”, detalla el subjefe del Centro de Salvamento Marítimo de Tarifa, José Maraver. “Si lo cruzan, ya es competencia nuestra rescatarles, no de los marroquíes”.
Dressi tiene 27 años y ha pasado los dos últimos intentando alcanzar la tierra prometida: Europa. Salió de su país —que no quiere revelar para que no le deporten— y durante varios días viajó en autobús y a pie hasta llegar a la frontera con Marruecos. Las mafias que les controlan durante el trayecto le condujeron a Casablanca. Normalmente, los trasladan en moto hasta Punta Almina, cerca de Ceuta, y cuando ven la oportunidad, conectan hinchadores eléctricos a las baterías de esas mismas motos para llenar las balsas y salir al mar lo más rápido posible.
“Trabajé seis meses de conserje hasta que gané los 3.000 dirham (300 euros) que me pedían para embarcar”, recuerda. Pero Dressi tuvo mala suerte porque la guardia costera marroquí les interceptó, por lo que fue devuelto al país que intentaba abandonar y después llevado en autobús a la frontera con Argelia para que regresara a su país. En el caso de Djambe, la aventura fue casi idéntica, con la excepción de que a él le timaron la primera vez que pagó por cruzar el Estrecho. “El hombre que nos llevó a Casablanca nos pidió 1.600 dirham (160 euros) a 16 chicos que íbamos juntos. Luego nos hizo ir a Tánger, pero nunca le volvimos a ver”.
Dressi y Djambe repitieron el mismo procedimiento dos veces más en una odisea que incluyó un viaje de polizón en la parte trasera de un tren o malvivir temporadas en los bosques del monte Gurugú, que se ve desde la costa de Tarifa. El 16 de julio, tras un penoso viaje de nueve horas en una balsa neumática, Dressi divisó la embarcación naranja de Salvamento Marítimo de España. “Llevábamos varias horas remando y achicando agua al mismo tiempo; dos personas habían vomitado dentro porque si lo hacían fuera corríamos el riesgo de volcar… fue insoportable”, explica. Todo cambió cuando vio el buque naranja. “Ellos nos buscan porque saben que, si les encontramos, la pesadilla se termina”, asegura el capitán Damián Malia. Ha pasado los últimos nueve años de su vida a bordo del Salvamar Atria, una de las embarcaciones que forman parte de la flota de Salvamento. Desde su base en Barbate (Cádiz), él y su tripulación, el mecánico José Ramón Torres y el marinero Juan Antonio Fernández, reciben avisos a diario de balsas a la deriva.
Los barcos naranjas son un símbolo para los miles de inmigrantes subsaharianos que cada año cruzan el Estrecho. “Nosotros les arropamos con mantas, les damos café y barritas energéticas y hasta un kit de náufrago muy completo con ropa, chanclas, productos de aseo…”, describe el mecánico Torres. Malia, que ha perdido la cuenta de las personas que ha rescatado en los últimos nueve años, habla con emoción de sus experiencias como “pescador de hombres”. “Es que les ves y se te encoge el alma, sobre todo cuando vienen niños, tan negritos, tan chiquitos, con esos ojos tan grandes, ahí en medio del mar”, dice emocionado. Lo más difícil es encontrarles. “El oleaje hace subir y bajar las barcas, hay que tener mucha agudeza visual para trabajar aquí”, explica el marinero, Juan Antonio Fernández.
El cruce de pateras es un fenómeno constante desde los años noventa, pero en la primera quincena de agosto se ha producido un repunte que ha traído a un 80% más de personas a Tarifa con respecto a 2012. Para Helena Maleno, cooperante del colectivo Caminando Fronteras, que lleva desde 2002 ayudando a población subsahariana en Marruecos, se han dado muchas circunstancias, pero predomina el endurecimiento de las redadas de la policía marroquí a este colectivo. “Son redadas indiscriminadas y muy violentas en las que no se está respetando ni siquiera a personas con pasaporte en vigor o con documentos de refugiado”, explica al teléfono. Maleno asegura haber atendido muchas denuncias de palizas, violaciones y robos en sus casas.
La ONG Médicos sin Fronteras (MSF) también habla de estos abusos. Su informe Atrapados en las puertas de Europa destaca la violencia criminal e institucional generalizada. “Marruecos se ha convertido, fruto del endurecimiento de los controles fronterizos, ya no solo en un país de tránsito, sino en un destino forzado, lo que aumenta la vulnerabilidad de los migrantes”, reza el documento.
Desde diciembre de 2011, los equipos de MSF han sido testigos del incremento de redadas y del aumento de las expulsiones a Argelia de los detenidos, entre los que hay embarazadas, heridos y menores. Solo en 2012, asistieron a más de 1.100 personas en la región oriental del país. Cuando Dressi oye hablar de esos supuestos abusos desvía la mirada. “Tenía el mismo miedo de morirme en el agua que de que me mataran en Marruecos”, sentencia.
José Maraver, subjefe del Centro de Salvamento Marítimo de Tarifa, apunta otra razón: el fenómeno, que ya de por sí es muy habitual en verano, ha coincidido con las celebraciones del fin del Ramadán. “El detonante fue hace dos viernes porque salieron tres pateras por una playa donde no había ninguna vigilancia”, coincide Maleno. Es la misma respuesta que dan Dressi y Djambe. “Están muy ocupados con sus fiestas, es entonces cuando aprovechas”, aseguran.
Desde el centro de control de Salvamento se ve la costa marroquí y una extensión de mar que parece pequeña y fácil de atravesar, incluso a remo. Nada que ver con la realidad: el tráfico marítimo en el 2012 fue de casi 110.000 buques mercantes, sin contar veleros y otras embarcaciones menores, que hacen su actividad muy intensa. El año pasado Salvamento coordinó 494 actuaciones y rescató a 2.324 personas. “Desde aquí gestionamos el tráfico y todas las labores de rescate en un área de 30.000 kilómetros cuadrados y una longitud de costa de 500 kilómetros desde Ayamonte (Huelva) hasta Almuñécar (Granada)”, explica Maraver.
Cuando estos grupos llegan al puerto de Tarifa son atendidos por los voluntarios de la Cruz Roja antes de pasar a dependencias policiales, donde intentan identificarles. “Nunca dicen su verdadero nombre ni su país porque saben que, si les reconoce su embajada, les tenemos que deportar”, explica Juan José Morillo, del Sindicato Unificado de Policía (SUP) de Algeciras. Si no llevan documentación, el juez decide su ingreso en un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) por un máximo de 60 días, que son los que tiene la policía para averiguar su origen. Como no lo revelan, la mayoría termina con una orden de expulsión a ninguna parte, lo que les aboca a volver a ser detenidos por ilegales.
Una vez que Dressi y Djambe salieron del CIE, donde aseguran haber sido bien cuidados, fueron admitidos en uno de los pisos de acogida que funcionan en Algeciras. Existen varios, como el de la parroquia de los pescadores, que administra el padre Andrés, “uno de los primeros curas obreros”, como él mismo se describe. El sacerdote, que no viste sotana pero sí collares de cuentas y un colgante con forma del continente africano en el que se lee “I love África”, cuida de su último inquilino, Bouzekkine, un chico argelino que acaba de llegar desde Ceuta escondido en los bajos de un camión.
En otra de las casas vive Jenny, nigeriana, con tres compatriotas más. Llegó con la oleada de pateras del 2003, aquellas enormes zódiac con hasta 30 personas. Jenny hizo el camino desde su país cargada con sus tres hijos, el mayor de ellos de solo un año y medio en ese momento. También se niega a hablar de su experiencia. Han pasado 10 años y ella quiere ser otra mujer, una mujer establecida en Algeciras, bajo la protección de Isidoro, el Padre Patera, un fraile que lleva toda su vida —y ya es anciano— cuidando de nigerianas en la parroquia de la Cruz Blanca. ¿Tuvo miedo Jenny, que no sabe nadar, de embarcarse en una patera hinchable con sus tres niños? “Dios”, dice mientras señala con el dedo índice hacia el cielo.
Historias intensas como la de Jenny, la de Dressi o Djambe llevan repitiéndose desde entonces. El Padre Patera asegura que, aunque no se ha vuelto a llegar a los niveles de aquellos años, el goteo es incesante. Para la mayoría, una nueva vida es la manera de olvidar. Djambe quiere trabajar como mecánico y Dressi, de carpintero, como en su país. Jenny ha obtenido lo que vino a buscar: bienestar para sus hijos. Sonriendo por primera vez, verbaliza su mayor recompensa: “Ellos no recuerdan nada, son felices”.
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