PSOE: la apuesta federal
El paso de los socialistas responde a una emergencia por el independentismo que impulsa Mas
Es evidente que el paso dado ahora por el PSOE responde a una situación de emergencia, suscitada por el independentismo que impulsa Artur Mas desde el Gobierno de Cataluña. Está, sin embargo, vinculado a tomas de posición precedentes, tales como el acuerdo de Santillana, muy pronto olvidado. Lo cierto es que supone el primer paso efectivo, dado por la izquierda democrática, para resolver una demanda, durante un año hegemónica en la sociedad catalana, y que no puede ser atendida únicamente con invocaciones a la legalidad. Cierto que la propuesta llega inexplicablemente tarde, puesto que su verdadero papel hubiera sido poner sobre la mesa una alternativa al eje independentista de Mas-Junqueras después de las elecciones al Parlament, cuando los dos socialismos, el catalán y el del conjunto de España, se encerraron en un laberinto de palabras vacías, el primero apoyando la autodeterminación —no otra cosa es el “derecho a decidir”—, y al mismo tiempo distanciándose de la independencia, y el segundo ante la imposibilidad de contener la actitud del PSC sin ruptura.
Cierto también que según cabía esperar el presidente de la Generalitat ha hecho ante el informe oídos de mercader, ya que como todos sabemos, de España y de los políticos españoles, no se fía nada, y por consiguiente es irrelevante cuanto digan o propongan.
A pesar de ello, el proyecto está ahí, con un nivel de elaboración más que suficiente, lo cual hace posible conjugar valoraciones de conjunto con críticas puntuales, y permite por vez primera plantear de forma clara, desde un enfoque global bien articulado, que un cambio constitucional es susceptible de resolver, por lo menos en el plano técnico, las tensiones creadas en los últimos tiempos por el visible agotamiento del Estado de las autonomías en su forma actual.
El proyecto socialista
Las dos claves del proyecto son, a mi entender, un incremento sustancial en el papel político de las comunidades autónomas, lo cual justifica que como sugiere el texto los Estatutos pasen a denominarse Constituciones, y una delimitación de las competencias en los distintos órdenes, de manera que cese en lo posible el ruido provocado desde los inicios de nuestro quasi federalismo por los conflictos y las reivindicaciones en sentido vertical de cada comunidad hacia el Estado. Muy pronto, Eliseo Aja puso de manifiesto que los recursos al Constitucional en este sentido en los primeros años multiplicaban los registrados durante cuatro décadas en la República Federal Alemana. El coste de esta situación no ha sido solo de naturaleza político-administrativa, sino de orden ideológico, alentando el “victimismo” y la idea de que los intereses comunitarios se encuentran de modo sistemático enfrentados a los del “Estado español”.
Sin embargo, el proyecto socialista alcanza a trazar con nitidez la frontera entre Estado federal y confederación. Solo que las relaciones de poder actuales se invierten en el plano formal. Dejaría de existir la ambigüedad actual, con repartos de competencias, que luego pueden ser alterados a fondo por la aplicación del artículo 150.2 de la Constitución. Una vez establecidas, fijadas, las competencias del Estado, las restantes corresponden de forma natural a las comunidades autónomas, que podrán desarrollarlas, siempre desde un respeto estricto a las primeras, pero sin temer que de la ambigüedad pueda surgir un recorte al espacio de atribuciones que les es propio. Por lo mismo es determinado taxativamente el procedimiento de recurso previo, así como de plazo de resolución para el mismo, ante el Tribunal Constitucional, de suerte que no pueda reproducirse el caso de la impugnación del último Estatuto de Cataluña, cuyas penosas consecuencias son de todos conocidas.
El vuelco dado a la composición y a las funciones del Senado resultaba inevitable, otorgando el protagonismo a las comunidades, según corresponde al carácter de cámara territorial. La reducción al mínimo de las atribuciones del Tribunal Constitucional resulta en cambio discutible, lo mismo que la plena asignación a las comunidades de la política educativa y lingüística, sin reserva alguna. Las demandas catalana y vasca serían satisfechas, pero algún matiz no vendría mal, lo mismo que en el caballo de batalla representado por el “principio de ordinalidad”, que en cierto modo equivale a jugar una competición deportiva sin riesgo de descenso. La articulación con el principio de solidaridad debe ser más precisa. Y en cuanto a la financiación autonómica, el reconocimiento de los conciertos de Euskadi y Navarra no debe marginar el tema de su necesaria evaluación cuantitativa para evitar el privilegio hoy vigente.
Ahora falta trasladar la propuesta al PP y a los catalanes, ambas cosas nada fáciles.
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