Baile de sillas y botellines patrocinados
En la fiesta de San Isidro, los del mismo bando eran quienes más se vigilaban de reojo
La única silla vacía en la primera fila de la fiesta de San Isidro del Ayuntamiento de Madrid era la de Adolfo Suárez Illana. El hijo del expresidente del Gobierno quiso sentarse en el gallinero para magnificar así la ausencia de su padre enfermo en el lugar reservado a los parlamentarios de las Cortes constituyentes, premiados con la Medalla de Oro de la ciudad. El resto de localidades estaban llenas. Sus ocupantes: la alcaldesa, Ana Botella; el presidente de la Comunidad, Ignacio González; los aspirantes a derrocarlos, Jaime Lissavetzky y Tomás Gómez, además de la delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes, sonreían y se felicitaban la fiesta del patrón. Pero sin perderse de vista. Estudiándose, midiéndose, calculándose las intenciones, como en ese juego en el que falta una silla y todos bailan hasta que para la música y hay que tirar de reflejos, empujar a quien haga falta y plantar el trasero en el asiento para no quedar eliminado.
Lo nuevo es que no se vigilaban solo entre partidos rivales. Al revés, los que más se controlaban de reojo, aparentando un castizo compadreo acorde con la fecha, eran los del mismo bando. A veces, los peores vecinos son de la familia. Botella y Cifuentes, tan amigas, solo coincidieron el tiempo necesario para saludarse. La delegada apareció de las primeras, radiante con su chaqueta pseudo Chanel verde agua y su maquillaje televisivo, recién llegada de una entrevista en TVE. La alcaldesa, la última, como corresponde a la anfitriona, más sobria y seria con su vestido burdeos, del bracete del anciano y digno Fernando Álvarez Miranda, presidente del Congreso durante las Cortes Constituyentes. Entre ambas, más chulo que el Pichi del chotis, el presidente González, hecho un pincel con la funda de las gafas asomando por el bolsillo del terno. Un toque rosa fuerte que recordaba al magenta de UPyD. “Ni de coña”, negaba el interesado. “Cardenalicio”, opinaba monseñor Camino, portavoz de la Conferencia Episcopal.
Los socialistas hicieron poco ruido en público. Jaime Lisavetzky, abatido quizá no solo por la reciente muerte de su hermana Katia, se fue enseguida. Lo mismo que Tomás Gómez, acorazado en su muro de silencio.
Sobrevolando el ambiente, la encuesta de Metroscopia para EL PAÍS, la comidilla de los corrillos. En público, los afectados relativizaban: falta mucho, no salimos tan mal, están peor los otros. Los chicos ciegos del coro de la ONCE —premiada con otra medalla de oro— también se percataron del nerviosismo reinante. Algo parecido a una olla de agua a 99 grados, con la superficie lisa, pero con las burbujas listas para estallar de pronto.
Hasta Gallardón estuvo menos simpático que en la fiesta del Dos de Mayo. La más elegante, la premiada galerista Soledad Lorenzo, de 76 años. La única que aguantaba el tipo con su botellín de Heineken, “patrocinadora” del botellón final, según una voz en off, mientras los demás hacían que es cool lo que toda la vida se ha llamado beber a morro.
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