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Tribuna
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Despilfarros

En la situación actual, el Gobierno no debería gastar un solo euro en la Alianza de Civilizaciones

Antonio Elorza

Una de las aventuras políticas más vistosas del tiempo de Zapatero fue la puesta en marcha de la Alianza de Civilizaciones. Existía el antecedente de una iniciativa del iraní Mohamed Jatamí, muy discreta, el Diálogo de Civilizaciones: ante el distanciamiento entre el Islam y otras culturas, debido al auge del terrorismo y a la aparición de la islamofobia, la única solución residía en un incremento de la comunicación cultural. Propuesta del todo válida.

Zapatero fue más ambicioso y, como casi siempre, menos razonable. Creyó posible no solo poner en relación otras áreas culturales con el Islam, sino crear las condiciones para una alianza, en cuyo marco, todo hay que decirlo, resultaría blindada la preeminencia del Islam. Sobre el islamismo Zapatero no debía de saber mucho, y aceptó sin pestañear las maravillas que le referían, en calidad de guías infalibles, tanto Moratinos, ministro de Exteriores, como su gurú académico/a.

En aquel momento, el primer ministro turco Erdogan tenía interés en aproximarse a la Unión Europea y decidió seguir el juego a coste cero. Su presencia en la Alianza no sirvió siquiera para que Turquía permitiese la reapertura del seminario cristiano ortodoxo de la Isla de los Príncipes, único medio de que sobreviviera la secular presencia de la Iglesia ortodoxa desde la conquista turca de 1453. ¿Qué importaba esto a Zapatero y a Moratinos?

Así que, en medio de ceremonias y declaraciones estériles, cargadas de retórica, la Alianza fue el parto de los montes. Eso sí, costoso. Dicen que el 30% de su presupuesto en la ONU era, y según creo es, pagado por España. La sorpresa ha llegado cuando el PP en el Gobierno, después de criticar por activa y por pasiva la Alianza, parece decidido a mantenerla por razones de prestigio internacional, con el trascendental objetivo de obtener un puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU.

Solo que en las circunstancias actuales, dada la involución reciente de la política turca en materia de religión, la tal Alianza, en la práctica inexistente, se ha convertido en un sarcasmo. Una vez disipado el espejismo del ingreso en la UE, el islamismo en el poder se ha entregado de buena gana a desandar el camino emprendido por Kemal Atatürk en la década de 1930, cuando convirtió las más destacadas muestras del arte bizantino en museos, empezando por Santa Sofía y San Salvador de Chora en Estambul. Ahora, bajo la activa gestión del vicepresidente islamista Bulent Arinc, ministro de Fundaciones Religiosas, los museos vuelven a ser mezquitas uno tras otro, sin dar tiempo al menor debate sobre los atentados que pueden suponer la ocultación de los frescos para satisfacer el rechazo de los creyentes a las imágenes o la alteración arquitectónica al introducir el mihrab. En 2011 le tocó a Santa Sofía de Iznik (Nicea), apenas restaurada, y ahora a la bellísima Santa Sofía de Trabzon, que fuera sede del imperio de los Comnenos. Arinc rebosa de felicidad. Naturalmente, en el punto de mira se encuentra otra Santa Sofía, la de Estambul. El cerrilismo religioso, lo sabemos bien aquí, es incompatible con la cultura. Paralelamente, el famoso pianista Fazil Say es condenado a 10 meses de cárcel por tuitear un poema de Omar Jayyam sobre el vino y las huríes.

Así que haría mejor nuestro ministro de Asuntos Exteriores, ya que seguimos interesados en el diálogo interreligioso, en tomar cartas en el asunto, promoviendo la intervención de las instituciones culturales europeas para frenar el disparate, en vez de interferir en el proceso electoral de Venezuela, por cuestionable que este resulte. Dada la riqueza de España en monumentos de origen musulmán, se encuentra en óptima posición para hacerlo.

Y volvemos a los dineros. En las circunstancias actuales, no debiera gastarse un solo euro en alianzas, ni en la preparación de las olimpiadas, donde además nada tenemos que hacer frente a Estambul, como antes nada teníamos que hacer frente a Río, y se mantuvo el despilfarro hasta la reunión en la ciudad de las votaciones.

Parecen temas menores cuando entra en bancarrota el nivel de vida de millones de españoles y, consecuentemente, el distanciamiento de la democracia crece de forma exponencial, especialmente entre la juventud. A los componentes de la casta política, en particular la gubernamental, solo les interesan las repercusiones negativas de esa desesperación, del tipo escraches. Debieran pensar en la exigencia de un vuelco en las formas de actuación y comunicación, eliminando todo despilfarro, sin olvidar la recuperación de una dignidad en política exterior que existió hasta la crisis de Irak.

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