Doña Cristina en el juzgado
En el día a día vemos imputados con muchos menos argumentos que los del juez Castro
La imputación de la infanta Cristina en la causa que se sigue contra su esposo y otros por defraudación de un significativo volumen de caudales públicos (malversación), con sus correspondientes prevaricaciones administrativas, falsedades documentales, tráfico de influencias y delitos fiscales, la ha acordado un, hasta hace bien poco, anónimo juez de provincias tras analizar los indicios obrantes en el sumario, ya con 300 tomos. Como suele suceder y más en fase de instrucción, los indicios son hechos más o menos indubitados que por sí solos quizás carezcan de fuera de convicción suficiente, pero que, entrelazados lógicamente, permiten inferencias que justifiquen la convicción de que una persona está implicada, por ahora presuntamente, en los hechos criminales que se investigan.
El auto considera que la Infanta puede responder a título de cooperadora necesaria (figura que comporta las mismas penas que las correspondientes a los autores) o, como mínimo, cómplice (pena atenuada respecto de los autores) de todos o alguno de los delitos que están siendo imputados a su esposo y otros investigados. A diferencia de su padre, el Rey, la Infanta carece de inmunidad o fuero especial. En este aspecto, rige un estricto principio de igualdad. Igualdad que hasta ahora, a ojos de muchos, chirriaba, vista la imputación que había merecido la cónyuge de otro central coimputado en la causa.
Para llegar a esta conclusión, el instructor aporta unos argumentos de buena lógica. En esencia, le resulta incompresible que se afirme tanto por la Infanta como por su secretario, García Revenga, el total desconocimiento de ambos de los que se cocía en entramado empresarial de Nóos. En primer término, en actas de algunas juntas de esta entidad, que no las extiende el secretario de la entidad, como él mismo reconoce, se pone especial énfasis en las características personales de la Infanta, haciendo constar expresamente su carácter de alteza real, y de asesor de la casa Real, su secretario personal. Tal proceder manifiesta, cuando menos, que ese era el activo que ambos aportaban, cuya consecuencia no puede ser otra que, valiéndose de tales atributos, Nóos y sus satélites pudieran suavizar los engorrosos procedimientos que salvaguardan las finanzas públicas. Así, la cooperación, o cuando menos la complicidad, está servida.
Tampoco tiene mucho sentido la aparente incomunicación entre los cónyuges imputados, entre la Infanta y su secretario y entre este y el Rey, pues de nada les informaba, pese a tener conocimiento, a la postre, de irregularidades y avisos por parte del conde de Fontao, abogado de la Casa del Rey. Este, según consta en autos, transmitió las órdenes, recomendaciones o consejos del jefe del Estado. Vuelve a ser extraño que ni la hija ni el yerno tuvieran contacto personal alguno entre sí al respecto ni con su padre y suegro. Sorprende por igual que la Infanta cargara gastos personales, tales como la contratación de empleados domésticos en situación irregular, en la sociedad Aizóon, receptora última de los beneficios obtenidos y de la que era secretaria y propietaria al 50%. En fin, no menos llamativa es la pretendida ignorancia respecto de las varias reuniones comerciales con terceras personas, algunas imputadas, tanto en el palacio de Marivent como en el de La Zarzuela.
En uso de su legítimo derecho de defensa, no es infrecuente que los acusados se presenten ante los jueces como gentes de pocas luces, sumamente crédulos, desatentos con la realidad y dotados de una frágil memoria. Cada uno es dueño de hacer el papel que quiera, pero la sopa de ajo hace ya mucho que está inventada. Veremos, si los recursos que se van a interponer no lo impiden, qué nos depara el inminente futuro.
Y hablando de recursos, parece que el más significativo va a ser el que interponga contra la imputación el ministerio fiscal. Llama la atención el cambio de actitud de la fiscalía en este preciso trámite, tras haber actuado instructor y fiscal en perfecta comunión. Ahora, la fiscalía se aparta del criterio judicial, algo que es perfectamente lícito y frecuente. Lo significativo de este distanciamiento es el momento en que se produce y el motivo que lo produce.
Visto el auto desapasionadamente, no parece irrazonado. Es más, en el día a día de nuestros juzgados encontramos imputados con muchos menos argumentos que los esgrimidos en dicha resolución. Da, por el contrario, la sensación de como si se hubiera traspasado una imaginaria línea roja. Y esa sensación resulta inquietante cuando está sobre la mesa el cambio del modelo de instrucción penal en España. Pasarlo del independiente juez instructor al jerárquico y unitario ministerio fiscal merece, tal como están las cosas, una más que serena reflexión.
Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Barcelona.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.