El camino de la muerte
Con la privatización de la sanidad cabe augurar una extensión adicional del clientelismo
La defensa de la sanidad pública está siendo una de las grandes batallas, perdidas de antemano, de los ciudadanos españoles frente al predominio absoluto de los intereses privados que impone el Gobierno de Rajoy. Si la máxima de Mandeville era que de los vicios privados surgían las virtudes públicas, la del presente invertiría los términos: los beneficios privados ignoran las necesidades colectivas. Ello es perfectamente explicable desde la aplicación de una lógica estrictamente empresarial; debe ser en cambio objeto de condena cuando la privatización responde, como en nuestro caso, a un planteamiento político neoliberal, donde ni siquiera se encuentra garantizado el principio capitalista de premiar a quienes mejor saben gestionar las inversiones. Tal y como funciona España, con la privatización cabe augurar una extensión adicional del clientelismo, consistente aquí en la asignación de los centros más jugosos a los mejores amigos del poder en ejercicio. Aplíquese lo mismo a la reforma universitaria. Todo ello, que sepamos, sin la menor revisión del balance ya posible de las experiencias de privatización previamente realizadas. Balance que debiera ser tanto económico como relativo al nivel de atención —o mejor, de desatención— a los usuarios.
Los efectos pueden ya comprobarse en comunidades donde esa lógica de la sinrazón viene ya siendo puesta en práctica. De cara al enfermo o a sus representantes, la opacidad impera cuando tropiezan con el muro de una prestación, unas veces denegada y otras aplazada hasta límites muy graves. Rara vez escuchas de quien te atiende la justificación de que hace dos años en vez de meses para una prueba había que esperar semanas. Es explicable: tal como están las cosas, no hay que jugarse quijotescamente el puesto de trabajo. En enfermedades que siguen siendo consideradas peyorativamente, del tipo de las mentales, por mucho que los eufemismos eviten calificaciones como “minusválidos”, el desfase entre las necesidades y los recursos es espectacular. Un año de espera, me contaban, para una hospitalización de media o larga duración en Ciempozuelos. Pequeñas residencias magníficas, para rehabilitación, pero de escaparate; pueden contarse con los dedos de la mano. Y todo así, mientras en hospitales de calidad la realización de pruebas del todo imprescindibles exige una espera de meses.
A ello se une otra dimensión de la opacidad menos conocida: la protección de la incompetencia, cuando no de la aberración. En la larga marcha del tratamiento de un esquizofrénico —asimilémoslo impropiamente para el caso a un enfermo mental— cabe tropezar con todo tipo de conductas impropias, por llamarlas de algún modo. Un amigo me decía que en esta road movie de la sinrazón profesional solo falta Torquemada. Puedes encontrarte de entrada con un psiquiatra que no se entera en dos años de una esquizofrenia de libro, insistiendo primero en la inmadurez y luego en “una cosita muy rara”; pero, eso sí, preciso a la hora de evitar que se le pagase a través de la sociedad médica. Luego una fugaz estancia por crisis donde el paciente sufre violencias que le dejan marcado físicamente. Más tarde, un psiquiatra más imaginativo opinó en su informe que el paciente sufría “posesión demoníaca” (sic). Sería, sin embargo, injusto reducir toda la experiencia a un museo de horrores. En largos intervalos, y en estancias en algunos centros, el enfermo fue objeto de una atención sumamente eficaz y ello propició fases de recuperación, hasta que entró en conflicto su atención en un centro de los antes citados con una decisión justificada ex post de abandonar la plaza. En medio de un bosque de eufemismos, el diagnóstico dejó de ser repentinamente “esquizofrenia paranoide” para abrir paso a una deseable “reinserción comunitaria”. A la salida de la residencia, en suma, y a una bajada radical de medicación. De hecho, abrió paso a una crisis psicótica grave, de la cual nunca el paciente luego se recuperó.
Anotemos que en caso de error médico la cobertura por instancias superiores resulta siempre ejemplar desde el punto de vista corporativo. Con la letra en la mano, solo entre rendijas se atisba la realidad. En cualquier caso, nuestra historia se cierra con complicaciones que no tuvieron origen en la enfermedad principal, pero sí pudieron tenerlo en un cruce de medicación de cuyos riesgos ya los prospectos avisan. La entrega de un vídeo con la filmación del episodio de crisis no llevó a su visión hasta que el paciente abandonó el hospital sin diagnóstico claro. El máximo responsable científico nunca lo vio. Eso sí, al fallecimiento repentino del paciente siguió un sentido pésame, comunicado telefónicamente por un colaborador.
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