Año Nuevo en libertad
El Lute, una leyenda carcelaria que pasó de enemigo público número uno a ejemplo de reinserción social, huyó la Nochevieja de 1971 del penal de Santa María en una fuga mítica
En la Nochevieja de 1970, cuando la mayoría de los españoles terminaba de comerse las uvas de la suerte y la televisión pública, la única, retransmitía una actuación de la cantante extremeña Rosa Morena interpretando su popular canción Échale guindas al pavo, un grupo de cinco presos del penal de Santa María (Cádiz) puso en marcha el plan de fuga que había estado preparando durante varias semanas. Del quinteto compuesto por Francisco del Río Odruaín, Emilio Gracia Lleret, Francisco Morales Pérez, Floreal Rodríguez de la Paz y Eleuterio Sánchez Rodríguez, alias El Lute, solo uno lo consiguió.
El penal de Santa María era conocido entre los presos de toda España como un lugar demasiado duro. En su interior funcionaba algo parecido a un régimen militar que sometía a los internos a continuas sanciones, celdas de castigo y una disciplina implacable. Allí sobrevivían aquella Nochevieja cerca de 600 reclusos. El penal se ganó su fama durante casi 100 años: por sus celdas pasaron presos ilustres como Ramón Rubial, exdirigente socialista o Lluís Companys, expresidente de la Generalidad de Cataluña. De sus muros solo ha sobrevivido el monasterio de la Victoria, un edificio del siglo XVI que formaba parte de la antigua prisión.
Fin de año de 1970. Cinco presos preparaban una fuga muy meditada, llena de obstáculos e imprevistos. Eleuterio Sánchez (Salamanca, 1942) tuvo que esperar casi cinco años para poder intentarlo. El Lute cumplía condena por participar en un atraco a una joyería y por estar involucrado en dos asesinatos. Las horas muertas que pasó cumpliendo condena le dieron de sí para dar vueltas a muchos planes de huida. Pero no fue hasta el último año cuando El Lute descubrió, observando los tejados en uno de sus paseos por el patio, el camino a la libertad. El día elegido debía ser la noche de fin de año que, junto a la Nochebuena, son los dos únicos momentos en los que los encarcelados podían cambiarse de celda y beber alcohol.
El grupo era consciente de que jugaban muchos factores en su contra. El primero, el número de miembros. “Cinco es un grupo muy numeroso para una fuga de estas características. Así que llegamos a un acuerdo. Como la idea surgió de El Lute, él tenía prioridad a la hora de escapar”, recuerda hoy Floreal Rodríguez de la Paz, uno de los compañeros de aventura. La fuga se convirtió en una lucha contrarreloj, ya que contaban con seis horas para llevar a cabo su plan. “Ninguno de nosotros sabía cómo iban a responder las herramientas que habíamos confeccionado con el material de los talleres de la cárcel”, recuerda Rodríguez de la Paz. No hacer ruido era esencial y, sobre todo, que ningún chivato diera la voz de alarma.
“No sabíamos lo que nos esperaba fuera. Cuando accedimos al tejado, la teoría se nos vino abajo”, recuerda El Lute
El vino empezó a hacer estragos entre los presidiarios y, pasada la una de la mañana, los cinco fugitivos se colocaron en el rincón de un pabellón donde dormían 28 presos y cuya pared daba directamente al tejado del comedor. Ese era el camino. El grupo desplazó las literas, pegadas a la pared, y colgó colchas y mantas para resguardarse de los mirones. En turnos de a dos, picaron el muro con un cincel y una barra de hierro que habían robado del taller de carpintería. Los otros tres bebían con el resto de presos, jugaban a las cartas, cantaban canciones o tocaban una carraca para dar aspecto de normalidad a la noche de fin de año.
“Era necesario que yo me dejara ver mientras mis compañeros trabajaban sin cesar”, explica El Lute en su libro de memorias Camina o revienta. Cuatro décadas después, reconoce que Rodríguez de la Paz fue quien más trabajó abriendo el butrón. “Picó la pared con el estilete y extrajo las piedras que formaban el muro. Era un hombre muy fornido”, recuerda Eleuterio Sánchez en una terraza en Hervás (Cáceres), donde se protege del calor del verano.
A base de golpes intermitentes, a las 4.30 la pared quedó al descubierto. Los cinco penitenciarios atravesaron en fila india el túnel de 60 centímetros. En el exterior llovía y las tejas resbalaban. “Nunca un preso conoce lo que hay de paredes afuera; por eso, cuando accedimos al tejado, nuestra teoría se nos vino abajo. El recinto estaba completamente iluminado, las luces proyectaban a los tejados y las garitas estaban más pegadas la una a la otra de lo que habíamos calibrado”, recuerda Eleuterio Sánchez.
“Yo no era más valiente que el resto, pero tenía cadena perpetua y el miedo es inversamente proporcional a la condena que tienes, así que decidí seguir y Floreal fue el único que me secundó”, explica Sánchez. Cerca del tejado de dos aguas, donde estaban agazapados los presos, había una claraboya que aprovecharon para atar un extremo de la cuerda con la que pretendían saltar la tapia de la cárcel. La otra punta del cordel traspasó el muro y los tres garfios artesanos de hierro se fijaron en la pared. Eleuterio pasó noches en vela dando forma a los ganchos friccionando el hierro con el tirador de la puerta.
“Yo no era más valiente que el resto pero el miedo es inversamente proporcional a la condena que tienes”
“Floreal tensaba la cuerda que me ayudó a impulsarme para dar el salto, pero todo se estropeó cuando los aleros de las tejas se rompieron al apoyarme y la cuerda de 20 metros de nailon cedió. Me quedé suspendido, y los guardias de vigilancia, al oír el estallido de una teja con el cristal, empezaron a disparar. Sin soltar la cuerda, me impulsé hacia el muro hasta que lo abracé y lo salté”, recuerda entre risas Eleuterio. “Me tiré de la pared como pude, caí de cabeza y al amortiguar el golpe me doblé el tobillo. Con las prisas, me metí en una ciénaga que pasaba cerca del recinto, me quedé atascado por un momento, después eché a correr”.
Eleuterio Sánchez inició la huida tomando la dirección de la vía del ferrocarril que pasaba junto al penal. Aunque pensó en llegar hasta Jerez, a mitad de camino cambió de opinión. Subió a una colina, trepó a un pino y desde allí divisó las luces de los todoterrenos de la Guardia Civil que iban en su captura. Emboscado en el árbol, observó el amplio despliegue de los cuerpos de seguridad. Esperó escondido la llegada de la noche para huir a Jerez y de allí a Sevilla.
Eleuterio Sánchez fue detenido en Sevilla dos años después de su evasión. “Demasiado aguanté”, exclama
“De picar la pared, tuve las manos llenas de llagas y heridas durante más de veinte días. Pero lo peor fueron las torturas a las que me sometieron los ochos meses siguientes. Si lo llego a saber, me hubiera arriesgado a escaparme con él”, mantiene Rodríguez de la Paz, un histórico de la CNT al que detuvieron junto a otro compañero en Novelda (Alicante) por tenencia de armas y pertenencia al sindicato. El 31 de agosto de 1968 ingresó en la prisión de El Puerto de Santa María; tenía 30 años, acababa de ser padre de una hija a la que llamaron Acracia. Después de ocho años fue puesto en libertad. Rodríguez trabajó toda su vida de camionero, oficio que le ha permitido viajar por toda Europa: “Conozco mejor Londres que Alicante”, presume.
Algunos diarios de la época recogieron en sus crónicas que El Lute fue el único que escapó de la prisión porque amenazó al resto de sus compañeros con un cincel. “No hubo ningún tipo de traición por su parte. Solo unas ganas locas de salir de esa cárcel. En la prisión encontré a una persona del hampa que se juega la vida por la libertad, y yo, como libertario, le doy mucha importancia a esta actitud. A Eleuterio solo le hago un reproche: su exceso de protagonismo en el relato de Camina o revienta”, cuenta con perspectiva Rodríguez de la Paz.
La batida de la policía continuó durante semanas por todas las zonas rurales limítrofes al Puerto de Santa María, pero los cuerpos de seguridad del Estado no dieron con sus huesos hasta pasados dos años. El 14 de junio de 1973 fue detenido junto a su hermano, El Lolo, en las proximidades de Sevilla, después de un formidable despliegue policial. Aquella mañana, El Lute se levantó temprano y, quizás en un exceso de confianza, fue a un banco a cambiar unas divisas. El empleado le reconoció de inmediato gracias a las campañas policiales. Sin pensárselo dos veces, levantó el teléfono y lo denunció. A los pocos minutos, un grupo de agentes se presentó en su refugio a punta de pistola. “Aguanté demasiado”, se sorprende todavía.
Once días después fue enviado al penal de Cartagena. Allí coincidió de nuevo con Floreal Rodríguez, pero por muy poco tiempo. Esta cárcel era la más temida por todos los presos. Le apodaban “La Caja Fuerte”. “En el tiempo de recreo hablamos de nuestra fuga”, recuerdan ambos, pero a los pocos días al sindicalista le enviaron a Soria. “Había pedido un traslado de prisión un par de meses atrás y estoy convencido de que me concedieron el cambio porque pensaron que podríamos escaparnos de nuevo”, asegura Rodríguez de la Paz. “Al menos, le ayudé a escapar de esa cárcel”, bromea El Lute.
A pesar de que han pasado más de cuatro décadas, los dos recuerdan muy bien la sensación de tener la garganta seca, el corazón en la boca y la angustia por ser descubierto. El Lute había protagonizado alguna fuga más y había sido castigado por ello, como cuando el 4 de junio de 1966 se lanzó de un tren en marcha que le trasladaba de Santoña (Cantabria) a Madrid para testificar en la causa contra su compañero de fechorías Raimundo Medrano. Custodiado por una pareja de guardias, al anochecer pidió permiso para ir al servicio. Allí logró abrir las esposas. Al salir del retrete, se lanzó del tren en marcha cuando viajaba a 70 kilómetros por hora por Tierra de Campos (Palencia). Para El Lute, fugarse de una prisión fue mucho más emocionante que tirarse desde un vagón.
Tras su detención, Eleuterio Sánchez forjó su leyenda: era el enemigo público número uno, el fuguista que se escapaba de los trenes, el hombre al que la Guardia Civil perseguía día y noche. Un icono de las postrimerías del franquismo. La justicia le acusó de quebrantamiento de condena, de robos, amenazas, sustracción de menores, homicidios, falsedades, tenencia ilícita de armas y atentados. La foto de El Lute con el brazo en cabestrillo, pies descalzos, rostro pálido y demacrado tras ser capturado por la Guardia Civil ha pasado al imaginario colectivo, y hasta mereció que su figura de cera estuviera en un museo.
Eleuterio Sánchez Rodríguez cumplía condena en el penal de Santa María porque el 5 de mayo de 1965 asaltó una joyería en la calle de Bravo Murillo 242, de Madrid, junto a Raimundo Medrano y Juan José Agudo Benítez. Los atracadores lanzaron dos piedras envueltas en trapos contra el escaparate de la joyería. Rompieron la luna del establecimiento y se hicieron con un botín de pulseras, anillos y medallas de oro (objetos por un valor de 175.000 pesetas). Cuando el trío de ladrones se dio a la fuga, el guarda Tomás Ortiz López, de 65 años, salió del interior del local para recuperar las joyas y retenerles. Uno de los tres, al ver cómo las voces del guarda alertaban al público, le disparó atravesándole el corazón. Ortiz López murió en el acto.
Siete días después del atraco al establecimiento, los inspectores de la Brigada de Investigación Criminal (BIC) localizaron a los dos individuos tomando café en la madrileña calle de Galileo. En el forcejeo, estos hicieron varios disparos. Una de las balas alcanzó a la niña Raquel Campiña, de siete años, que jugaba en la puerta de su casa, y le ocasionó la muerte. El Lute fue detenido. Tenía 29 años de edad y un amplio historial delictivo. En el interrogatorio al que fue sometido se confesó autor del atraco a la joyería.
De aquella fría Nochevieja de la fuga, El Lute conserva los recuerdos y siete fotografías que tardó más de 25 años en recuperar. “Vivía en Sevilla cuando un hombre se me acercó y me entregó un paquete. Eran las fotos que llevaba en el bolsillo del pantalón la noche de la fuga y que se me cayeron al arrastrarme por el tejado. Fueron tomadas en la prisión el día de las Mercedes (24 de septiembre), una fecha en la que los hijos de los internos podían acceder a la cárcel y un fotógrafo les retrataba junto a sus padres. El Lute se fotografió ese día con sus sobrinos. Aquellos retratos los encontró un guardia de la prisión, que decidió guardarlos. Cuando murió, su hijo decidió buscar al Lute para devolvérselos”, explica Eleuterio.
El 19 de junio de 1981, a las once de la mañana, Eleuterio Sánchez recibió un telegrama que le anunciaba su liberación. Una hora después abandonaba el centro penitenciario de Alcalá de Henares, tras 18 años de cárcel. El exconvicto tenía aún pendientes 1.002 años de condena, que en la práctica se traducían en 20. El Consejo de Ministros, presidido por Leopoldo Calvo-Sotelo, decidió concederle el perdón, al ser un ejemplo de reinserción social que ha logrado superar la marginación a través de la cultura. Eleuterio Sánchez aprendió a leer y a escribir en la cárcel donde también se licenció en Derecho.
A la hora de aplicarle el indulto se tuvo en cuenta que había sido juzgado por la Ley de Bandidaje y Terrorismo, una ley de carácter represivo que data de 1960. Esta ley endurecía las penas. Por ejemplo, un atraco a mano armada que hubiera sido castigado con un máximo de 30 años se convertía bajo esa ley en delito consumado de bandidaje con la posibilidad de pena de muerte.
Hoy en día, a sus 70 años, Eleuterio pasa sus días entre Cabezabellosa (Cáceres) y Niebla (Huelva) escribiendo su tercer libro autobiográfico, Un paseo por la memoria, junto a su mujer Teresa. Lejos queda la imagen del quincallero enjuto, larguirucho y analfabeto de los setenta que durante una época fue el personaje más temido por los españoles. En la memoria de toda una generación permanece el personaje marginal que se ganó la simpatía de algunos círculos políticos e intelectuales que lo alzaron como símbolo de la reinserción social. En el primero ya no se reconoce; el segundo nunca lo fue. “La cárcel no ayuda. Es un semillero de futuros delincuentes”, sentencia Eleuterio Sánchez.
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