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Columna
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Obscenidad

Que pase el tren, pero que no se oscurezca la línea

Juan Cruz

De entre todas las ideas, ocurrencias y refranes que ha aportado a la vida española el economista Ramón Tamames recuerdo una que él repetía como un mantra en el tiempo en que en España se instaló una manía que el sociólogo Enrique Gil Calvo resumió en un título memorable: “Prisa por tardar”. Lo que dijo el autor de Estructura económica de España fue: “Es preferible perder el tren que perder la línea”.

Pues ahora estamos perdiendo la línea creyendo que vamos a perder el tren. Ocurre con esta obscena carrera (prisa por tardar) en pos del empresario de Las Vegas que deshoja una absurda margarita: si su casino ha de estar en Madrid o en Cataluña. En ambos lugares, personas muy principales de ambos territorios autónomos están avergonzando al Estado (a lo que significa el Estado) en busca de las migajas (se cree que suculentas) que a este hombre Adelson se le acumulan en sus presupuestos oscuros.

En Madrid, por ejemplo, la presidenta de la Comunidad le ha prometido al tal señor émulo de aquel Marshall evanescente que vio huir Pepe Isbert que las prohibiciones sobre el tabaco serán papel mojado si a él se le antoja que eso puede ser óbice o cortapisa para la grandeza íntima de sus palacios del juego. Y en Barcelona, personas también muy principales han endulzado su propuesta de ser avasallados con los mejores manjares de su muy diversa gastronomía, coronada por una gigantesca tarta bajo la cual queda sepultada, quizá por mucho tiempo, la legendaria elegancia adusta de los que se titulan herederos del estilo de Tarradellas.

Me parece obsceno todo esto, quizá porque es, sobre todo, una manera burda de explicar que estamos en crisis, y que en circunstancias así todo vale con tal de llevarse las lentejas a casa. Suele decir Miguel Ángel Aguilar, hablando de los periodistas que se ponen (¿se ponían?) ciegos en los almuerzos a los que eran invitados por grandes empresarios o por empresarios que querían aparentar: “Hay que comer mucho marisco para llevar las lentejas a casa”.

Nosotros, en Madrid y en Barcelona, de momento estamos dando de comer mucho marisco a los hombres de Adelson con tal de obtener de estos el favor de su mirada. Y en el tránsito de abrirle las puertas estamos trasgrediendo la línea. Estamos perdiendo la línea con tal de agarrarnos a un vagón de ese tren ludópata que se ofrece como alternativa a otras ideas que hagan más llevadero el quitadero de vida que constituye este momento de la economía nacional e internacional. Que en este proceso caiga la cerviz de algún que otro político se puede esperar de la cultura en la que se desenvuelve ese tipo de esos políticos. Pero arrastrar las dignidades que ellos representan para ofrecerlas como alfombras de estos visitantes me parece una manera innoble de anunciar que somos pobres y no importa tanto que seamos honrados.

El tren está ahí, es cierto. Y ante él babeamos con fruición. Pepe Isbert se quedó con tres palmos de narices, y con su discurso a medias, en la película de Berlanga. Pero lo que recordamos de él, de aquel alcalde que no fue bendecido por Marshall, es su dignidad, y no su decepción. Que pase el tren, pero que no se oscurezca la línea. 

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