La izquierda y los tiempos nuevos
El problema es que las clases populares no tienen capacidad de intimidación
Profecías que se cumplen: bajar el coste del despido no crea puestos de trabajo, crea desempleo. Los socialistas se agarran a la crítica de la reforma laboral para intentar recuperar identidad de izquierdas. Y tienen razón porque esta es la culminación del saqueo a los trabajadores con las políticas anticrisis. Pero tienen un problema de legitimidad porque han estado comprometidos con estas políticas. ¿Por qué la izquierda ha desaparecido ante la crisis? ¿Por qué no existe ni como proyecto ni como alternativa? La respuesta que viene de la derecha, aunque la ha hecho suya buena parte de la izquierda, es que no ha sido capaz de adaptarse a los tiempos nuevos.
¿Qué se esconde detrás del eufemismo tiempos nuevos? Un capitalismo mucho más desregulado; una ideología hegemónica que entiende que hay que mimar a los que más tienen porque son los que crean empleo; una aceptación acrítica de la desigualdad social que perpetúa las diferencias de partida, con la reducción a mínimos del impuesto de sucesiones, el más redistributivo de todos, y con un debilitamiento sistemático de la educación, la sanidad y los medios de comunicación públicos a favor de lo privado; una cultura de negación del conflicto social y de despolitización masiva de la sociedad; una meritocracia que confunde el mérito con las condiciones naturales o sociales de cada cual; y una sustitución de cualquier debate ético por la hegemonía imparable del oro y la insolencia.
Si estos son los nuevos tiempos, la izquierda lo tiene mal para adaptarse a ellos. Cuando lo ha hecho ha acabado en estrepitosos desastres, llámense Tony Blair o Zapatero. La izquierda, si quiere ser algo más que un dócil recambio, solo tiene una posibilidad: luchar para impedir que el saqueo a los derechos sociales básicos sea ya irreversible; y usar las potencialidades de la llamada sociedad del conocimiento para invertir los procesos de dominación en curso.
No, el problema de la izquierda no es la falta de adaptación a los tiempos nuevos. El problema es que las clases populares han perdido capacidad de intimidación. Y la izquierda no les ha ayudado a defenderla. Con lo cual, las élites económicas no ven necesidad alguna de hacer concesiones. Al contrario: ven la gran oportunidad de revertir las conquistas sociales y de reconstruir un capitalismo más barato, por tanto, más depredador. De ahí la violencia simbólica que desde los poderes político, económico y mediático se está ejerciendo sobre la ciudadanía con un discurso atemorizador —el miedo como instrumento político— que allana el camino a cambios que, en otras circunstancias, habrían sido considerados inadmisibles. El discurso de la austeridad es el instrumento ideológico de esta operación. El control del lenguaje es decisivo para la hegemonía y la austeridad es una palabra muy arraigada en la tradición cristiana, que parece sugerir el triunfo de la virtud, de la contención, de la prudencia frente al vicio, el despilfarro y la prodigalidad. Como envoltorio funciona. Pero los que tienen más quedan excusados del ejercicio de la virtud. Con lo cual resulta repugnante el intento de utilizar a los trabajadores parados como coartada para hundir los salarios. Las condiciones son precarias: la fragmentación de las clases populares es enorme; los intereses de los diversos bloques que las componen son contradictorios; muchos sectores sociales viven en un terreno intermedio, con una mirada hacia arriba y otra en el abismo; no hay una cultura alternativa a la del ciudadano NIF (consumidor, competidor, contribuyente); y el debilitamiento de la democracia forma parte de las precauciones inducidas para que las clases populares no tomen la palabra más de la cuenta. Las fuerzas son tan desiguales que llegar a un equilibrio como el que vivieron algunos países europeos en los años de posguerra parece un sueño imposible. La ley y las mayorías sociales son los únicos instrumentos de que disponen las clases populares, pero precisamente las leyes se están cambiando a marchas forzadas, siempre en perjuicio suyo, y la democracia se diluye en la indiferencia. Algunos piensan en las nuevas tecnologías y en la cultura de la contribución para conseguirlo. Los ángeles que nos ayudan a ser cooperativos, para decirlo como Steven Pinker, están ahí: la empatía, el autocontrol, el sentido moral, la razón. Pero, a veces, parece como si estuvieran en huelga.
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