El amor a España, la pasión por la libertad
El presidente del Gobierno: "Fue imprescindible para apostar por ese centro derecha moderno"
A todos los hombres nos toca ser testigos de la historia, pero solo a unos pocos les cabe el honor de contribuir decisiva y positivamente a modelarla. En el itinerario vital de Manuel Fraga se han dado cita los esfuerzos y los logros de casi un siglo de la historia de España: conocedor de cuatro regímenes distintos y del dolor de una Guerra Civil, su figura resume como pocas el recorrido de la nación en pos de la construcción de un país de libertades. Por eso mismo, en la hora de su muerte, son tantos y tantos los españoles de bien que lloran la desaparición de un hombre que siempre actuó guiado por dos principios: un intenso amor a España y a su tierra gallega y el noble entendimiento de la actividad política como servicio público.
En estas horas de tristeza, especialmente emotivas para la gran familia de militantes y simpatizantes del Partido Popular, cabe contemplar con mirada agradecida la riqueza y la complejidad de la vida de un hombre que supo hacerse necesario en momentos clave de la historia reciente de nuestra nación. Desde un primer momento, en efecto, Manuel Fraga quiso consagrar sus talentos al objeto de convertirse en —como él mismo gustaba decir— un “servidor del Estado”: diplomático de carrera, letrado de las Cortes y catedrático de Derecho, sus talentos fueron sin duda excepcionales. Pero si Fraga consiguió para sí el respeto de propios y extraños fue por sumar a esos talentos de la inteligencia un temple moral de rectitud e integridad y una fe profunda en las posibilidades de la política. Siempre le asistió esa altura de miras propia de los hombres de Estado.
Será labor de los historiadores fijar para las próximas generaciones de españoles el perfil de Manuel Fraga. Es un perfil que deberá integrar un haz de cualidades particularmente extenso, capaz de nutrir a varias vidas. Pues no en vano tenemos la labor del Fraga intelectual, autor de docenas de publicaciones de pensamiento político, historia de la diplomacia o derecho público. Tenemos también al profesor —al catedrático— capaz de ejercer influencia sobre generaciones de alumnos. Tenemos al joven ministro de Información y Turismo que, en tiempos difíciles, consiguió proyectar al mundo la imagen de una España que despertaba poco a poco a la modernidad.
Tenemos ahí al hombre, en definitiva, que optó por ser reformista cuando ser reformista podía ser en extremo negativo para las legítimas expectativas personales: este es un rasgo bien visible cuando recordamos aquella ley Fraga que posibilitó el despegue de una cultura mediática ajena a los dictados ideológicos de la época, o cuando analizamos la labor pionera que hizo en pro del pluralismo y la democracia a través de aquel embrión de libertades que fueron las asociaciones políticas.
Si su acción social fue particularmente benéfica en tiempos difíciles, su acción política de la Transición a esta parte fue, si cabe, de mayor importancia todavía. Sus aportaciones doctrinales, basadas tanto en el conocimiento de nuestra tradición institucional como en el estudio del parlamentarismo británico y las posiciones de la derecha ilustrada, serían clave en el éxito de las reformas “de la ley a la ley”. Y serían determinantes en su papel de Padre de la Constitución, en la consecución del hito histórico de una Carta Magna que custodia con plena salud nuestras libertades más de tres décadas después y de la que él fue uno de sus más eminentes ponentes.
En aquella recién nacida democracia, don Manuel no solo consiguió liderar con plena solvencia una alternativa capaz de dar voz a millones de ciudadanos, sino que fue pieza imprescindible para, con visión de futuro y espíritu de generosidad, apostar por ese centroderecha moderno, integrador y a la altura de los tiempos en el que hoy confía una mayoría sustancial de españoles. Fue la misma modernidad y la misma pujanza que aportó a nuestra común tierra gallega, donde sus paisanos revalidaron una vez tras otra los éxitos de su gestión como presidente de la Xunta en cada convocatoria electoral.
En una coyuntura de crisis como la actual, la figura de Manuel Fraga tiene rasgos de ejemplaridad que trascienden las distancias ideológicas y son válidos para paliar toda tentación de desmoralización en el seno de nuestra sociedad. Es el ejemplo de la apuesta por la política, por la reforma y por las instituciones para la resolución de los problemas que a todos nos afectan. Es la fecundidad de una inteligencia puesta a la disposición del bien común de los españoles. Y es la lección de lo mucho que se puede conseguir cuando, como el mismo don Manuel recordaba en una de sus últimas entrevistas, se trabaja “en serio, con la seriedad normal de una persona decente”. Sí, sin duda alguna, si la historia de España en los últimos decenios es un magno relato común de libertad y prosperidad, fue en muy buena parte debido a la responsabilidad que mostró él y mostraron otros hombres como él.
En los últimos tiempos, somos muchos los que hemos visto con pesar y preocupación el lento declinar de un hombre siempre lleno de actividad, de ilusión, de una portentosa energía. Hemos visto con pena cómo abandonaba su quehacer político, en última instancia como senador, como una prolongada despedida. Pero también hemos podido ver el cariño y la piedad con que don Manuel ha sido asistido en sus meses postreros, arropado por su maravillosa familia: ahora, en este día tan difícil, quiero que vaya para todos ellos no solo la expresión de mi pena, sino también el agradecimiento más profundo. Estos son sentimientos a los que —no me cabe duda— se unirán una inmensa mayoría de españoles: los mismos que saben con cuánta generosidad será juzgado Manuel Fraga por la Historia.
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