Un euroimpulso español
Los abusos de los mercados están animados por la propia ineficiencia del directorio franco-alemán
Resulte quien resulte elegido hoy, el nuevo presidente del Gobierno español tiene un trabajo urgente que hacer en Europa. Debe asegurarse de que España no es excluida en ningún caso, ni de ninguna forma, del núcleo duro de la Unión y recuperar interlocución política con sus colegas del Consejo Europeo. Dado que todos los jefes de Estado o de Gobierno de la Unión (menos los de Dinamarca y Eslovenia) proceden del centro derecha o de la derecha pura y dura, se supone que a quien dan las encuestas como seguro ganador hoy, Mariano Rajoy, le debería ser relativamente fácil empezar esa labor de contacto y diálogo.
No es nada alentador que el propio Rajoy reconociera, en la entrevista con el director de este periódico, publicada el pasado jueves, que no ha hablado con la canciller alemana, Angela Merkel, desde hace “dos meses y algo”, es decir, que no habló con ella en ninguno de los grandes “picos” que ha sufrido la crisis durante ese periodo. Se comprende, sin embargo, si se debe al hecho de que Rajoy era, en ese momento, solo el jefe de la oposición, pero ese es un escenario que no puede volver a repetirse en el mismo momento en que, si se confirman las encuestas, el nuevo presidente del Gobierno español tome posesión. Es imprescindible reclamar, como ya hicieron tanto Felipe González como José María Aznar, en la etapa de la creación de la moneda única, una interlocución fluida con Alemania, y con los restantes miembros de la eurozona, y un respeto escrupuloso a las reglas de la Unión. Con más razón, si cabe, en el caso de España, porque su Gobierno no será producto de un acuerdo tecnocrático, como el italiano, sino de una victoria electoral que otorgará al nuevo presidente del Gobierno un importante impulso político.
España e Italia son miembros fundamentales del Eurogrupo y no debería ser posible debatir el futuro y la solidez de la moneda única sin que estos dos países participen, desde el primer momento, en el análisis de la situación y en la toma de decisiones. La situación es evidentemente muy distinta de la actual, pero cuando España ingresó en la entonces Comunidad Económica Europea (CEE), en 1986, el desempleo en España rondaba el 21,5% (llegó a ser de casi el 25% en el primer trimestre de 1994) y nuestro PIB no llegaba al 72% de la media comunitaria. Aun así, la participación de España en los debates para la puesta en marcha del Acta Única, que se había negociado previamente a la ampliación, fue total, con una implicación permanente y bienvenida.
Viene a cuento todo esto simplemente para recordar que España intentó y consiguió, desde el primer momento, una presencia europea destacada y que todo lo que sea disminuir esa actividad, cualificada e imprescindible, lesiona gravemente nuestros intereses y oportunidades. Sería absurdo por nuestra parte permitir que se nos recluya en un apartado de “países en crisis” y se nos marginalice. Lo que está ocurriendo en España no es un problema exclusivamente español, sino que problemas internos se han agravado exponencialmente como consecuencia de un embrollo europeo. La crisis española forma parte de la crisis del euro y de la UE y requiere medidas en conjunto, debatidas por todos los Gobiernos de la eurozona.
España supone ahora una parte considerable de la economía de la UE en su conjunto y debe hacer valer su posición como potencia media y su probada capacidad para servir de vínculo entre la Europa del norte y la sur. A Alemania y a Francia también les debería interesaría evitar que España entre en una recesión económica o que no pueda poner en marcha precisamente las reformas internas necesarias para esta nueva etapa europea, ahogada por una especulación financiera que no provoca ella misma, sino que es consecuencia de movimientos abusivos de los mercados, que están además animados por la propia ineficiencia de las medidas adoptadas por el Consejo Europeo, bajo la dirección del directorio franco-alemán.
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