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Tribuna
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Socialdemocracia

Es fácil para los poderosos hacer recaer la carga impositiva de clases medias para abajo

Antonio Elorza

El “socialismo real” pasó a mejor vida en 1989, aun cuando los síntomas de su decrepitud fueran visibles desde los años setenta. Fue en esta última década también cuando la crisis económica puso de relieve la inviabilidad de las políticas keynesianas, que hasta entonces habían fundamentado el progreso económico y social en los países desarrollados. La figura del affluent worker, del trabajador que había alcanzado el nivel de vida de las clases medias, su acceso a la cultura y la protección del Estado de bienestar, era la antítesis del proletario miserable del siglo XIX y de principios del XX. La socialdemocracia aparecía como gran triunfadora, al haber promovido las grandes reformas y la ciudadanía social allí donde tuvo el poder. Incluso las grandes movilizaciones sociales que acompañaron al 68, las últimas del siglo, especialmente en países como Francia o Italia, tuvieron como referente esa situación de relativa opulencia, desde la cual buscaban proyectarse hacia una nueva sociedad. Era posible ser hippie, porque también era posible reintegrarse a voluntad en el mercado de trabajo, incluso compatibilizar ambas cosas, como aquel joven profesor de mi facultad que se disfrazaba de contestatario para dar clase, mientras por la mañana lucía chaleco en su despacho del ministerio.

Aquel tiempo feliz se ha desvanecido, y si bien la socialdemocracia no sufrió la suerte del movimiento comunista, lo cierto es que sus posibilidades de supervivencia y afirmación se hicieron cada vez más precarias. Las profundas transformaciones tecnológicas, al determinar un vuelco en las relaciones de trabajo, privaron a los partidos y sindicatos reformistas tanto de su base social de siempre como de sus medios de acción tradicionales. Globalización, imperio del capital e imagen generalizada de que este ha de ser el referente privilegiado de cualquier política económica, empujan a la socialdemocracia hacia una posición estrictamente defensiva respecto del Estado de bienestar, alternando sobresaltos populistas con concesiones de fondo, si las cosas en apariencia van bien. Aunque la especulación indique el camino del desastre, tal y como sucedió aquí con el boom del ladrillo, con la contrapartida eso sí de una efectiva defensa de los intereses de los trabajadores en temas como la contratación colectiva y las pensiones. Sin olvidar tampoco los avances en la modernización de las leyes sociales. El balance es en todo caso claro: la última crisis ha borrado uno tras otro a los partidos socialistas europeos en el poder.

El descenso a los infiernos no significa que el papel histórico de la socialdemocracia se haya agotado. Todo lo contrario, si tenemos en cuenta lo que trae consigo la realización de la utopía neoliberal, con la desregulación generalizada de los mercados y el desmantelamiento del Estado de bienestar. Recordemos que la última crisis no ha tenido por origen el relativo bienestar de los trabajadores, sino el auge incontrolado de un capitalismo especulativo. La desigualdad económica se ha disparado hasta límites impensables hace unas décadas y la masa de parados no constituye el viejo ejército de reserva para una nueva fase de crecimiento, sino solo una bolsa de pobreza, síntoma del malgobierno económico.

La socialdemocracia no puede limitarse a falsas soluciones populistas, tales como el recurso suicida al crecimiento de la deuda para conjurar los efectos de la crisis. Las reglas de juego en la UE están ahí, solo que la vía de los sacrificios debe verse acompañada por una acción eficaz contra los privilegios, especialmente en el terreno fiscal, promoviendo reformas que alcanzan a la propia UE: de poco sirve recortar pensiones si una empresa como Zara puede eludir nuestro sistema fiscal desde Dublín. Es fácil para los poderosos hacer recaer la carga impositiva de clases medias para abajo mediante mecanismos de evasión fuera del alcance para quienes dependen de una nómina. En sentido contrario, una política de equidad, construida sobre la idea central de la democracia ha de ver en los ciudadanos una sociedad de iguales, debe partir de un análisis susceptible de distinguir entre el empresario que invierte de acuerdo con la ley y todas las formas subsistentes de privilegio para la propiedad. Y para el Estado. No se trata solo de eliminar funcionarios, léase reducir médicos y profesores, sino de evitar la patrimonialización del sector público por el partido en el poder y con ello la trama de relaciones clientelares que se constituyen de forma ilegal o alegal (Gürtel). Asumiendo incluso las históricamente inevitables: privilegios fiscales de Euskadi y Navarra. ¿Los extenderemos con el “pacto fiscal” para Cataluña? Neoliberalismo y corrupción encajan bien; para la socialdemocracia, ese vínculo lleva a la autodestrucción.

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