Fraternales enemigos
La victoria del PP quedaría ensombrecida si lograra neutralizar a Rubalcaba por el Faisán
Declaraba Rajoy en la entrevista publicada aquí el domingo pasado que su relación personal con Zapatero es buena. El propio Zapatero ha dicho varias veces lo mismo de la suya con el líder del PP. Y en los últimos días, el tono con el que le han despedido sus contrincantes más habituales ha sido bastante amable.
Sin embargo, hay una peculiaridad de la política española que desmiente la compatibilidad entre rivalidad política y buena sintonía personal: la inclinación de los dos principales partidos a personarse como acusación en querellas y otros procedimientos judiciales contra la otra formación. No solo en asuntos de corrupción, sino también en temas eminentemente políticos, como ahora mismo el del bar Faisán.
No hay duda de que hubo un chivatazo, y pocas (aunque se desconozcan algunos detalles) de que su motivo fue evitar la ruptura del intento de final dialogado de la violencia iniciado semanas antes. Considerar esa iniciativa un delito es llevar las cosas demasiado lejos; y roza el absurdo catalogarlo como de colaboración con banda armada.
En la negociación de Argel había la orden de no detener etarras sin permiso expreso de Interior; en la de Lizarra se detuvo a Belén González Peñalba, que había participado en el encuentro con enviados del Gobierno. En la de 2006 hubo el chivatazo para evitar o retrasar la detención de personas relacionadas con la extorsión, en un momento en que ETA había amenazado con romper la tregua si no se iniciaba la negociación política.
Hoy, pocas dudas quedan de que fue un error: porque se ponía en manos de la banda una información muy comprometedora; y porque se le transmitía el mensaje de que el Gobierno estaba dispuesto a ceder si se le presionaba con la ruptura. Ese error condujo a otros posteriores, como el de dar por verificado el alto el fuego pese a la persistencia de la extorsión, o el de presentar, en los contactos cara a cara posteriores, como prueba de buena voluntad del Gobierno el propio chivatazo (según las actas de ETA).
Si la negociación implicaba la necesidad o probabilidad de tener que hacer tales cosas, que bordeaban la ilegalidad, el proceso no debería haberse iniciado sin un mínimo compromiso de lealtad pactado con al menos el primer partido de la oposición. No hacerlo así fue seguramente una imprudencia de Zapatero. Pero una cosa es cometer un error político y otra un delito de colaboración con ETA. Al acusar de esto a Rubalcaba y sumarse a la querella interpuesta en el ejercicio de la acción popular contra dos policías y su director general, el PP también eligió un camino equivocado.
Entre otras razones, porque llevar el asunto al terreno penal permite esquivar el debate político: no es posible debatir sobre lo acertado o desacertado de la política antiterrorista del Gobierno si se plantea en términos de criminalidad (y con la posibilidad de fuertes condenas de prisión). No solo es absurdo, sino antijurídico, según se deduce de un auto del Tribunal Supremo de diciembre de 2006 en el que se considera un “fraude constitucional” la utilización de la acción popular como mecanismo de control del Gobierno, que la Constitución atribuye de manera específica al Parlamento.
El recurso a la vía penal contra el partido rival envenena las relaciones entre los políticos
El auto parte de otra resolución anterior (de abril de 2006) en la que se argumentaba que los equilibrios y contrapesos del sistema constitucional se verían alterados si cualquiera pudiera, valiéndose de la acción popular, corregir la dirección de la política interior o exterior, que es competencia del Gobierno.
Aunque el problema de la judicialización de la política es en España más intenso que en otros países, no es el único en que se ha planteado. Cuando el poder político “pide a un juez que zanje en su lugar en un debate de naturaleza política, está reconociendo en público que la credibilidad de la justicia es mayor que la suya”, escribió en los años 90 Alain Minc (La borrachera democrática. 1995). Y advirtió contra el “poder omnímodo” del juez de instrucción que “utiliza la prensa como caja de resonancia”.
Hay antecedentes de eso, pero en el asunto del bar Faisán más bien ha sido la actuación judicial la que ha actuado como caja de resonancia de la campaña emprendida por El Mundo contra Rubalcaba, acentuada desde que se supo que iba a ser candidato. Y como también escribió Minc, “qué mejor criterio de eficacia para el periodismo de investigación que ser capaz de poner en marcha el aparato judicial”.
Sin embargo, lo más grave es que el partido que seguramente gobernará en los próximos años, y que se encontrará sobre la mesa el problema de gestionar el fin definitivo de ETA, para lo que necesitará la colaboración de los socialistas, se haya sumado a esa actuación con el objetivo de deslegitimar a Rubalcaba como candidato. El PP se ha pasado meses interpelándole sobre la base de titulares de periódico y ha pedido su dimisión como ministro del Interior tras la publicación de las actas redactadas por el etarra Javier López Peña, Thierry. Y exigido al Centro Nacional de Inteligencia (CNI) la entrega de esos papeles al Parlamento.
La revocación por la Sala de lo penal de la Audiencia Nacional del auto de procesamiento contra los tres imputados puede aligerar la presión sobre Rubalcaba, pero también es un favor para Rajoy; pues si hubieran prosperado los intentos de su partido de eliminar de la competición al candidato socialista, su victoria (probable) podría verse ensombrecida.
Algunas personas atribuyen esta inclinación del PP a la judicialización de la política a la influencia de Federico Trillo. Alguien que responde al modelo contra el que advirtió Henry Kissinger: nunca hay que dejar la política en manos de un abogado porque tenderá a considerarla “como uno de los asuntos que defiende”.
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