Sorpresas nada sorprendentes
La crisis financiera y el desempleo, los miedos y disturbios consiguientes, la disminución general de las expectativas y la airada retirada a una política de gestos son rasgos que caracterizan a las democracias industriales. Las clases dirigentes están especialmente preocupadas, y con razón: su incapacidad colectiva e individual para encontrar soluciones pone en peligro su legitimidad. Los proyectos de reconstrucción a largo plazo exigen, tanto de las élites como de la población, precisamente lo que no tenemos: unas visiones coherentes del pasado, el presente y el futuro. La desorientación e incluso la incredulidad están en todas partes. Parece como si las privaciones y las desgracias que sufren las familias, las comunidades, las regiones y las naciones, desde los desastres climáticos hasta los conflictos económicos y sociales sin solución, fueran unas sorpresas.
Los ciudadanos y las élites de Europa Occidental y Estados Unidos parecen especialmente sorprendidos. Dejemos de lado las inquietudes por el hecho de que los asiáticos están adelantándonos y por la amenaza (ridículamente exagerada) del islam militante. Lo preocupante es la convicción persistente de que, si nos regimos por nuestros propios criterios de democracia igualdad y justicia social, estamos fracasando. Las grandes esperanzas de 1945 son recuerdos amargos. Ha habido victorias importantes, por supuesto. Los derechos de las mujeres han progresado, el espantoso legado del racismo en Estados Unidos está muy debilitado. Pero cada vez es más evidente que los ciudadanos experimentan un furioso alejamiento de las decisiones políticas que, en vez de generar proyectos de cambio institucional, crean un resentimiento contra el sistema.
Entre 1945 y 1970, las clases dirigentes cambiaron de composición social. En Estados Unidos, el fenómeno de Kennedy simbolizó la integración de las oleadas de inmigrantes europeos de finales del siglo XIX y principios del XX. En Europa, la extensión de la enseñanza superior abrió la puerta a los hijos (y, con más lentitud, a las hijas) de las capas medias de la sociedad. Las revueltas estudiantiles de los años sesenta definieron con gran exactitud nuevos límites. No todo el mundo podía ser inspecteur des finances o abogado con un título de Harvard y dedicarse a entrar y salir del Gobierno. Las nuevas élites se comportaron con tanta arrogancia como las viejas. Aceptaban (la doctrina socialcristiana era tan importante como la convicción socialista) asumir la responsabilidad del bienestar de toda la sociedad, pero, ateniéndose a un noblesse oblige modernizado, insistían en que eran ellos los que tenían que actuar en nombre de otros.
Hay un furioso alejamiento de las decisiones políticas que crea resentimiento contra el sistema
El arreglo fue eficaz mientras los niveles de vida fueron subiendo y se ampliaron los servicios públicos y las prestaciones sociales al alcance de la población. A las reducciones iniciadas en los años setenta y ochenta se les dio la misma interpretación que a los avances logrados en los cuarenta, los cincuenta y los sesenta, no como resultados de decisiones políticas e institucionales, sino como producto de la naturaleza de la economía y la sociedad. La doctrina de la inevitabilidad sirvió de base a la reanimación de la ideología del mercado. Se le quitó la libertad de elección al país y se puso a la venta la soberanía de Estado. En las décadas de progreso social, hubo pocos experimentos dirigidos a extender la democracia existente en el gobierno nacional y local a los mecanismos de la economía. Las empresas estatales en Francia, Gran Bretaña, Alemania e Italia estaban dirigidas de forma muy similar a unas empresas capitalistas normales, y la planificación nacional se atenía a unos límites muy estrictos. En Estados Unidos, los sindicatos, de gran dimensión e influencia, se aliaron con los empresarios industriales capitalistas para formar sus propios Estados de bienestar. Cuando la producción industrial empezó a declinar, también lo hizo esa versión privatizada de la socialdemocracia.
Además estamos viviendo las consecuencias aplazadas del reaganismo y el thatcherismo, de los compromisos de Mitterrand y Schroeder, de los limitadísimos proyectos de bienestar de Blair y Clinton. Durante los últimos 30 años, la educación cívica, en forma de extensiones del ejercicio cotidiano de la democracia, ha sido mínima. Los partidos socialistas y socialdemócratas europeos se han convertido en grandes grupos de presión o en máquinas de clientelismo. La redacción de programas y el desarrollo de proyectos, a veces de gran nivel intelectual, continúa. Pero la conexión con la historia, a través de las vidas de personas reales, se ha atenuado o incluso desvanecido. Un gran historiador francés, Pierre Nora, se ha dedicado al estudio de la memoria colectiva, precisamente cuando una fragmentación sin precedentes separa a sus conciudadanos de su propio legado. La entusiasta acogida que tienen en Estados Unidos los libros y las películas sobre temas históricos no suele incluir las luchas sociales de las personas corrientes. Nuestro pasado sigue siendo, en gran parte, muy desconocido.
La eliminación de las tradiciones de renovación democrática en los grupos sociales locales es un obstáculo para la aparición de nuevos movimientos de transformación. La vieja clase obrera ha sido sustituida por un amplio espectro de culturas e intereses independientes. Es asombroso que en Estados Unidos, donde en la actualidad no existe ningún potencial socialista, los guardianes de la ortodoxia social vigilen la memoria cultural. Se gasta mucho dinero en justificar la ideología de mercado, pese a la ausencia de una oposición amplia y organizada. Los terratenientes y sus apologistas no acaban de creerse su buena suerte política. Temen el empuje en sentido contrario de una narrativa que no existe más que en recuerdos dispersos, proyectos aislados de renovación y las críticas de una minoría intelectual, y que no tiene una encarnación política. El presidente, que está dispuesto a negociar y ceder parte de las adquisiciones sociales de los últimos 80 años (a partir del New Deal), es el tecnócrata supremo. Acepta la jerarquía establecida del poder y la riqueza. Su calma y su contención enfurecen a sus adversarios, que son demasiado estúpidos para comprender su exquisita defensa del orden actual. Y preocupan a su propio partido, incapaz de desarrollar un nuevo proyecto para el país y obligado a seguir a un presidente al que muchos consideran demasiado despegado del atribulada alma de los demócratas.
Los verdes europeos han modernizado en parte la tradición socialista. Pero están tan empeñados en dominar la rutina política que rechazan muchos elementos del pathos secular del socialismo. Los recientes movimientos de protesta dirigidos por jóvenes son admirables, pero las protestas no van a darnos forzosamente un proyecto más amplio a largo plazo. En las dos orillas del Atlántico, la esfera pública recuerda a un estadio cuyo techo está amenazado por un huracán. El techo está temblando. No sabemos si se va a caer o si va a salir volando. Solo sabemos que algo malo va a pasar. Es sorprendente que nos sorprenda.
Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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