Un gran país
No es hora de hablar de nacionalismos, sino de qué sociedad dejamos a nuestros hijos
El expresidente de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol, ha declarado que, tras las últimas decisiones del Tribunal Constitucional, ya no ve argumentos para oponerse a la independencia de Cataluña. El presidente Artur Mas votó recientemente en Barcelona, en un referéndum, para pedir la independencia de Cataluña. Las preguntas que surgen inmediatamente son: ¿por qué Pujol no vio argumentos cuando gobernó en Cataluña durante 22 años y por qué Mas no se decide a llevar adelante lo que reivindica mediante un referéndum?
Ambos estuvieron y están al frente de una institución como la Generalitat de Cataluña; ambos pudieron plantear esa iniciativa en el Parlamento autonómico. No hace falta recordar que en la anterior legislatura catalana se procedió a la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña y ni uno ni otro reclamaron que la redacción del mismo incluyera algún artículo que plasmara la decisión de independizarse o, por lo menos, el deseo de hacerlo mediante los cauces correspondientes.
Causa asombro el hecho de que el presidente de la Generalitat se limite a jugar de farol, haciendo como que pide la independencia de su territorio mediante un referéndum sui géneris y no contemple la posibilidad de hacernos creer al resto de españoles que no solo vota en la calle, sino que lo hace solemnemente en una sesión del Parlamento, ahora que ha tenido la oportunidad de proclamar la independencia con la iniciativa parlamentaria independentista de Solidaritat Catalana. Porque, ¿a quién va dirigida la votación en la que participó el señor Mas? ¿Quién es el destinatario de sus deseos? ¿Ante quién se manifiesta el señor Mas? Tanto Mas como Pujol son dirigentes del partido que tiene la mayoría en el Parlamento catalán. ¿A qué esperan para plasmar en una propuesta legislativa lo que ahora desean y nunca son capaces de escribir en una resolución política y legislativa?
Va llegando la hora de que los españoles seamos capaces de hacer ver a los que aún no lo tienen claro que cada momento tiene su afán. Que el pacto institucional, no escrito pero sí hablado y aceptado, de los años setenta nos comprometía a respetar las exigencias y las renuncias de las posiciones políticas que en aquel momento intentaban articular una salida a la dictadura que concluyera en una España plural y diversa, como así se recogió en la Constitución de 1978. Entre esas renuncias, los nacionalistas periféricos de Convergència y PNV se comprometieron a aceptar el Estado autonómico actual, guardando en el cajón la reivindicación máxima de independencia para cualquier territorio español. A cambio, esos nacionalismos se vieron compensados con una represen-tación parlamentaria estatal por encima de lo que, por su número de votos, les correspondería en el supuesto de que se sometieran a un cómputo a nivel de toda España, como ocurre con otras fuerzas políticas que, teniendo más votos, tienen menos representación. Volver a plantear, aunque sea de la forma en que se hace en estos momentos, lo de la independencia no deja de ser una ruptura del pacto y un intento de llamar la atención, al solo objeto de distraer al resto de los españoles de la tarea que en estos momentos nos traemos entre manos.
Es el tiempo de decir claro y alto que esos asuntos ya no tocan. Que el autonomismo español ha quedado resuelto y concluido para una larga etapa. Que, ahora, estamos en otros asuntos que exigen nuestra atención y concentración y que no queda tiempo para otra cosa que no sea trabajar para intentar dejar en herencia a nuestros hijos un gran país; un país plural y diverso que les permita tener despejado su futuro independientemente de la situación económica o laboral de sus progenitores. Ese, y no discusiones pasadas de tiempo, es el gran reto que tenemos por delante y a ello hemos de dedicar nuestra inteligencia, nuestro coraje y nuestra capacidad.
No creo que sea grosero afirmar que, en estos momentos, un joven alemán o norteamericano tiene un futuro más cierto y despejado, cualquiera que sea la suerte de su familia, que un joven español, receptor de una herencia fruto del trabajo acumulado por sus padres a lo largo de su vida, entendiendo por herencia lo que se puede ahorrar como consecuencia de un trabajo mediamente remunerado, que es el caso de la mayoría de las familias españolas. Nuestra obligación consiste en ser capaces de abstraernos de los debates inútiles e insustanciales que en estos momentos nos ocupan y distraen, para centrarnos en averiguar cómo podemos hacer de nuevo ese gran país que debemos a nuestros hijos.
Llevamos tres años de crisis y no parece que estemos en condiciones de afirmar rotundamente que lo peor ha pasado. "España va mejor, pero el paro aumenta" no es una frase como para tocar las castañuelas o para añadir credibilidad a los esfuerzos que todos estamos haciendo, incluido el Gobierno, para mejorar la situación. El Gobierno ha puesto en marcha una batería de medidas que no parece que sean la mejor receta para remontar la crisis, aunque sí para frenar los ataques especulativos de los mercados. Ninguna de las medidas adoptadas estorba, pero no son las más adecuadas para salir al encuentro de una nueva sociedad que se halla inmersa en la mayor y más insospechada revolución de la historia de la humanidad.
La literatura fantástica mundial de los pasados siglos previó ciertos acontecimientos que el paso del tiempo se ha encargado de confirmar como verosímiles. Lo que nadie fue capaz de intuir es que a finales del siglo XX haría su aparición un fenómeno que altera todo, transformando la realidad que, hasta ese momento, había sido solo física, en realidad física y virtual. Me refiero a Internet. Es imposible creer que unas medidas que sirvieron para la sociedad de finales del siglo XX -la prueba es que muchas de ellas ya fueron adoptadas hace 20 años- sean las más recomendables para la segunda década del siglo XXI, de igual manera que un tumor cancerígeno no debe ser atacado tal y como se trataba hace dos decenios, porque eso significaría que se ignorarían los avances médicos y farmacológicos habidos en estos últimos tiempos.
Si la aparición de nuevas tecnologías ha provocado una forma distinta de encarar otros asuntos, no se entiende que las cuestiones relacionadas con el avance y el progreso de nuestro país sigan recibiendo tratamientos que ignoran la revolución que Internet ha supuesto para la humanidad. No somos capaces de recolocar a una masa de trabajadores que perdieron su trabajo en la vieja economía y, sin embargo, vemos cómo los impulsores de negocios relacionados con la nueva sociedad desesperan al no poder ampliar sus ofertas como consecuencia de la falta de trabajadores cualificados para hacer frente a las necesidades de nuevas profesiones que exige esa nueva economía.
Ante esta situación, solo cabe abandonar lo que antes era seguro y hoy ya no lo es y apuntarse al riesgo, a la experimentación, al ensayo, sin miedo al fracaso, penalizando la inacción y favoreciendo las nuevas iniciativas que en estos momentos representan y articulan los jóvenes españoles mejor que nadie. El porcentaje de universitarios españoles, mayores de 25 años y menores de 65, es del 29% de la población, dos puntos por encima de la media europea. En el año 1980 estábamos cuatro puntos por debajo. No servirá de nada seguir aumentando ese porcentaje si continuamos haciendo las cosas de siempre, porque lo de siempre nos está conduciendo al fracaso. Ese es el debate; lo demás es antiguo y cansino.
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