Cuánto terror de tanto pacifista
Bin Laden es ajusticiado por un Obama al que se le suponían distintos valores que al ridículo vaquero Bush.
José K. ensaya los pasos ante el espejo. Renquea, arrastra los pies, apoya el bordón y dobla el espinazo. Las arrugas tampoco están mal. Pero no sabe qué hacer con el pelo. Poseedor de una melena respetable, nívea pero respetable, no logra hacerla entrar en razón y su aspecto general -con tan brillante copete- apenas si le alcanza a representar más de ocho décadas. Insuficiente, que ahora hay que tener más de nueve para que alguien te haga caso. Solo se consigue la indignación o la reacción del respetable si ves cómo se asoma el siglo a tu pasaporte, que Stèphane Hessel o José Luis Sampedro lo saben muy bien. Viejo y reviejo que es, y más que él mismo se duele, a José K. aún le queda alguna docena de años para igualarles. Finalmente, opta por la ocultación, se calza la capota y larga el envite.
Sentado ya en su mesa de mármol del habitual café, al que ha tardado en llegar por mor del disimulo, repasa su periódico de siempre y reflexiona, que acostumbra a hacerlo quien siempre ha tropezado en problemas de ética, moral, justicia y otras antiguallas. Así que lee y relee y a cada artículo que glosa la salvajada se le hincha la vena. Y es que la muerte de Bin Laden le tiene literalmente pegado, adherido, cosido al papel. Y no porque lamente el hecho mortuorio en sí, que semejante personaje, asesino por fanático y fanático por asesino, no le merece mejor opinión que Jack el Destripador o el peor depredador de entre los pederastas. En absoluto.
Pero José K. esperaba que el Nobel de la Paz Barack Hussein Obama, al que se le suponían distintos valores que al ridículo vaquero George Bush Jr. no lanzaría a una jauría de fieras amaestradas con la orden de matar a traición, con nocturnidad y alevosía, a los ocupantes de una casa, situada en otro país, donde se encontraban 20 personas, entre ellas ocho niños, el más pequeño de dos años. Seis muertos dicen los americanos que hubo, destrozados a tiros, sin que nadie pueda comprobar de manera fehaciente quiénes eran, si hombres, mujeres o niños, si se resistieron o fueron ejecutados a sangre fría. ¿Por qué hemos de creer a estos echacuervos, que en 48 horas nos han mentido una y otra vez? Así que, se recita un encendido José K., ahí tienen ustedes la obscena foto del despacho en mitad de la embestida, a miles de kilómetros de la masacre, preocupadísimos todos ellos por si no se cumplen los objetivos de muertes concienzudamente programadas, no fuera a ser que se escaparan algunas décimas de popularidad, que con esa cabeza destrozada y sumergida en lo más profundo del océano ya hemos logrado que se coree nuestro nombre en las calles y se nos trate como lo que somos: un guerrero triunfante. Miren a Obama: encogido en un lateral, como un pobre hombre que nada hace, nada dice y, sobre todo, nada le importa de lo que diga o haga a quien de verdad manda en la escena, que no es otro que Marshall B. Brad Webb, adjunto al comandante en jefe del Joint Special Operations Command (JSOC), la unidad de la que dependen los SEAL, el cuerpo de élite que efectuó el asalto, obscena representación del poder siempre condecorado, siempre laureado, siempre recompensado. Manda el militar, que es, en definitiva, quien tiene el revólver, el fusil de asalto y hasta el misil. A la orden, se presenta el recluta Obama. Y la recluta Clinton, inmediatamente después.
Estos socialistas han cedido a los delincuentes internacionales en lo económico y en lo político
Horas, que digo horas, minutos, segundos, tardó en saludar contentísimo, qué bien, qué alegría, le hemos destrozado la cabeza, nuestro pacifista jefe de Gobierno. Es de ver a José Luis Rodríguez Zapatero, rayo que no cesa contra las injusticias del mundo, telegrafiar apoyos y golpecitos en la espalda a quien ordenó la matanza, señala José K. De vuelta de tantos sueños, liberalizaciones y ajustes incluidos, debió pensar que para una raya que aún no había traspasado, el momento era el oportuno. Porque nada extraña, claro, la premura y la intensidad en el gozo de José María Aznar, que no es que enviara un telegrama, no, es que escribió un himno homérico para saludar la gloriosa ocasión, quizá apoyando el papiro en su torso musculoso, cual el que adorna a los bizarros soldados que acabaron con el infiel.
A nuestro hombre le entran sudores de ver cómo han cedido a los delincuentes internacionales, en lo económico y en lo político, estos socialistas que disfrutamos, pero el sudor se enfría y comienzan los temblores cuando se atisba gobernado por la derecha de verdad, aquella que conforma el partido del amigo tejano del tejano Bush y que tan alegre acoge en su seno a quienes tanto vociferan desde el último rincón de la más extremada derecha. Los que con tanta energía han saludado la eliminación del terrorista en Pakistán, mientras se desesperan ante la flojera de quienes aquí han dejado presentarse a las elecciones, que no otra cosa han hecho los jueces, unas listas que si entran en los Ayuntamientos será porque decenas de miles de personas les votan. Aplauden la sencillez de la operación de Abbottabad, sobre todo cuando se hace desde la impunidad, que capturarle para ir a un juicio, por ejemplo, era cosa muy complicada, alegan. Olvidan quienes así razonan que, efectivamente, la democracia es compleja y llena de procedimientos a cumplir, que son, precisamente, los que garantizan la democracia. Una pesadez, sí. Y el PP, ese partido que utiliza de manera tan grosera y despreciable el terrorismo para rebañar los mismísimos de sus contrincantes, quizá nos gobierne en muy poco tiempo, se obliga a recordar a sí mismo José K., al que cualquier parroquiano que le hubiera mirado habría advertido, por las dolorosas contracciones de su rostro, que está sufriendo, por ejemplo, un cólico nefrítico. Ha sido imaginar el terrorismo y allí, en un escenario de zarzuela, nuestro hombre ve fantasmas y adivina que quien canta es Mariano Rajoy, yo soy el primero, le reconoce, y yo el segundo, interviene otra voz igualita a la de Mayor Oreja, cuando se oye un decir femenino, como si fuera Dolores de Cospedal, rematar con y yo la tercera. Gran jolgorio, gozosos gritos de fiesta y kermés saludan al trío. José K., horrorizado, interrumpe tan fértil imaginación. Acongojado y de la misma manera en la que llegó, a paso de nonagenario, nuestro hombre abandona el café camino de su modesto hogar.
Comienzan los temblores cuando se atisba el gobierno de la derecha de verdad
Ya acostado, en el duermevela que le acompaña desde hace tantos años, vislumbra en un tenebroso escenario de negros contornos a un señor de edad madura y a una joven que le acompaña. Cree reconocer en el señor los rasgos de Alfredo Pérez Rubalcaba y los de Carme Chacón cincelados en los de la joven. También oye voces. Incluso diálogos de esa novela tan jaranera* que se le metió hace años en el cerebro y el corazón:
Que cuáles son nuestros objetivos a largo plazo.
¿Dónde has oído tú eso?
No lo sé.
No, dime.
Tú lo dijiste.
¿Cuándo?
Hace mucho.
¿Y qué te respondí?
No sé.
Ya. Pues yo tampoco.
Aterrorizado, cree ver nuestro hombre un relevo en la izquierda protagonizado por quienes nunca han mostrado un discurso de futuro estructurado y esperanzador, y se fuerza a pensar en algo más agradable para salir del infierno. Y hace canto de esperanza de la izquierda otro diálogo de la misma verbena.
Hay más, de los buenos. Tú lo dijiste.
Sí.
¿Y dónde están?
Escondidos.
...
¿Son muchos?
No lo sabemos.
Sí son muchos, sí, están escondidos pero saldrán en masa en cuanto sea necesario, se repite José K. como un mantra que le permite, poco a poco, enhebrar un dulce sueño.
* La carretera, Cormac MacCarthy. Traducción: Luis Morillo Fort. Editorial Mondadori.
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