Un refugio para los niños ‘malditos’ de Etiopía
Una ligera malformación, el lugar de la boca en que nace el primer diente o el comportamiento de sus padres puede significar la muerte para niños de ciertas etnias del Valle del Omo. Condenados por la superstición, algunos encuentran refugio en un orfanato o en familias de acogida
Lale Lakubo tiene grabado un recuerdo, una escena que ya ha contado cientos de veces, pero que revive como si fuese la primera vez. “Un día estaba en mi poblado y vi una discusión cerca del río. Había unas cinco o seis personas que peleaban con una mujer que llevaba en brazos a un niño muy pequeño. El niño y la madre lloraban mientras los demás forcejeaban con ella. Lograron arrancarle a su hijo y echaron a correr hacia el río. Tiraron al niño al agua antes de que ella pudiera hacer nada”. Aún impactado, Lale recuerda que inmediatamente fue a preguntarle a su madre el significado de lo que acababa de presenciar y ella le contó un secreto que cambiaría el resto de su vida para siempre.
“Mi madre me contó que, cuando los ancianos de la aldea deciden que algún niño es mingi (maldito), tienen que eliminarlo rápidamente por el bien de la tribu. Al escucharlo empecé a llorar”, cuenta Lale. Sin embargo, las revelaciones de su madre aún no habían terminado: “Tú ya tuviste dos hermanas mayores que también fueron mingi. Tu padre y yo no seguimos los preceptos de los ancianos durante el embarazo y tuvimos que deshacernos de ellas. Ahora ya tienes 15 años y puede que en poco tiempo también tengas que hacer lo mismo con tus propios hijos”.
Necesitamos más recursos y una red de informantes. Cuando nos enteramos de un caso de mingi, deben empezar unas negociaciones largas: con la familia, con el consejo de ancianos… a veces llegamos a tiempo. Muchas otras noLale Lakubo, director de Omo Child
Haber nacido fuera del matrimonio o sin que su madre haya recibido las bendiciones pertinentes por parte de los ancianos de la aldea, que los dos primeros dientes salgan en la parte superior de la boca, compartir la placenta junto a un hermano gemelo o tener algún tipo de malformación son motivos para convertirse en un niño mingi en algunas zonas del Valle del Omo, en el sur de Etiopía. Nacer en este lugar significa entrar en una ruleta rusa que puede terminar con el niño ‘maldito’ devorado por los cocodrilos del río o por las hienas de la sabana o asfixiado con la boca llena de arena.
Lale sostiene que en esta región nacen cientos de niños catalogados como mingis y que unos 300 son asesinados cada año, en muchos casos por un familiar. Las cifras son difíciles de comprobar. Miherit Belay, responsable del Ministerio de Salud, Mujer, Niños y Juventud en la sección Sur del Valle del Omo, subraya que es difícil calcular las muertes que provoca esta superstición. “Recibimos nuevos casos cada mes, pero la mayoría no llegan nunca a conocerse. Es algo que los poblados mantienen en secreto. Hay que tener en cuenta que aquí las familias viven en un espacio muy grande, a veces separadas por 50 o 60 kilómetros, en zonas de difícil acceso y sin cobertura, en las que es muy difícil enterarse de cosas como un embarazo y menos aún de algo como un sacrificio”, asegura.
La maldición que pervive
El adolescente Lale hoy ya tiene 40 años, es un hombre alto y enérgico, maneja con soltura varias lenguas, vive pegado al teléfono móvil y dirige una organización en la que trabajan decenas de personas. Un propósito le ata irremediablemente a sus orígenes: Lale creció en un poblado karo y los karo, junto a los hamer y a los bannas, son las etnias de la región que han practicado o practican la creencia mingi, una tradición que ni siquiera hunde sus raíces en un pasado remoto. Nadie puede explicar cuándo comenzó todo, pero para algunos antropólogos el origen de la superstición estaría ligado a las hambrunas y sequías que asolaron Etiopía a finales del siglo XX. Un mal periodo que los ancianos de algunas de estas tribus habrían asociado a los defectos físicos de algunos de los niños de los poblados, que consideraron un mal augurio. Por ello, condenaron a los pequeños a morir.
Cuando fue adolescente, Lale se marchó de su casa para estudiar en Jinka, la mayor ciudad del valle del Omo, pero no dejó de pensar en sus dos hermanas muertas y en otros niños sacrificados en su pueblo. En 2006, se atrevió a hablar con los ancianos de su aldea, para decirles que el ritual de los niños mingi debía desaparecer. “‘Dejadme ser el río y el bosque para ellos, mandádmelos a mí', les dije. Me costó muchísimo que se sentasen a escucharme. Pensaban que si dejaban vivir a esos niños, el sol se volvería más ardiente, las lluvias disminuirían hasta cesar del todo y la sequía y el hambre reaparecerían en el valle”, narra.
“Recuerdo a la primera niña que logramos salvar, se llamaba Bali. Su familia la tenía escondida para evitar que la matasen y su padre fue todas las mañanas durante meses a un agujero que había excavado para ella al pie de un árbol para darle algo de comer. La negociación con el consejo de la aldea para que le permitiesen mandarla a mi casa duró año y medio, durante ese tiempo murieron más niños. Finalmente, cuando Bali ya estaba moribunda, mis amigos decidieron rescatarla sin autorización y la llevamos a mi casa. Los ancianos me avisaron de que si volvía a llevarme más niños sin su permiso me matarían”, sigue narrando Lale. Pero no se dejó amedrentar y decidió pedir ayuda a amigos, muchos de ellos extranjeros, para conseguir una casa en Jinka y acoger a más niños. Quince años después, el orfanato de Omo Child ha rescatado a cerca de un centenar de mingis y, en la actualidad, acoge a 48, con edades comprendidas entre los dos y los 19 años. El lugar funciona gracias a donaciones particulares y a las matrículas que pagan los alumnos no mingi que acuden a clase, ya que el centro también funciona como un colegio en la ciudad de Jinka.
Cuatro de los niños acogidos en este centro desde hace años, Gogo, Rony, James y Moisés, se acercan sonrientes. Ya tienen casi 18 años y pertenecen a la etnia hamer. Desde hace algún tiempo se permiten hacer planes con un futuro que un día les quisieron negar: Rony dice que le gustaría ser mecánico, James diseñador gráfico, Moisés médico… Ninguno recuerda mucho de su vida anterior, pero saben qué significa ser mingi y también son conscientes de que estuvieron a punto de morir porque el primer diente les creció en la parte de arriba de la boca. Rony subraya que prefiere vivir en la ciudad. “Aquí tengo amigos, ropa, libros, voy al colegio… No volvería allí”, asegura, refiriéndose a su poblado. James es el único que ha conocido a sus padres y explica que la experiencia fue extraña, pero que han mantenido el contacto desde entonces. “Vienen algunos veranos a verme”, dice, antes de confesar que nunca le ha preguntado a su madre qué pasó ni ha querido saber por qué permitió que intentaran asesinarle. “No estoy enfadado, no es culpa suya. Está bien así”, garantiza.
Lale dice que cuando crecen explican a todos los niños de Omo Child que sus padres no son malas personas y solo se vieron obligados a aceptar una tradición impuesta. También afirma que, aunque han intentado que las aldeas vuelvan a aceptar a estos niños tras años en el orfanato y aunque a muchos padres les gustaría quedárselos, siempre terminan rechazándolos. En 2013, los principales jefes karo aceptaron sacrificar ganado en lugar de niños y desde entonces el ritual mingi ha supuestamente cesado en esta etnia, aunque aún persiste en otras vecinas. “Necesitamos más recursos y una red de informantes. Cuando nos enteramos de un caso de mingi, deben empezar unas negociaciones largas: con la familia, con el consejo de ancianos… a veces llegamos a tiempo. Muchas otras no”, describe el director del orfanato.
Educación frente a las tradiciones
Desde hace años, la ONG Save the Children Etiopía trabaja con las autoridades locales para reducir prácticas tradicionales nocivas para los niños, incluida la superstición mingi, mediante programas de concienciación y de asistencia a familias de niños mingi supervivientes. Tsion Teferra, director de protección de la infancia y migraciones de la ONG, explica que la organización explora opciones diferentes a las de Omo Child y busca por ejemplo familias de acogida para los niños. “Además, algunos de los padres se atreven a huir de su comunidad con los niños para protegerlos y, junto al gobierno local, buscamos refugios temporales antes de asegurarnos de que pueden volver a su comunidad de forma segura”, cita.
Mi madre me contó que cuando los ancianos de la aldea deciden que algún niño es mingi, tienen que eliminarlo rápidamente por el bien de la tribuLale Lakubo, fundador del orfanato de Omo Child
Si no fuesen niños mingi, James, Moisés y todos los jóvenes del orfanato ya estarían preparándose para el “Ukuli Bula” la ceremonia del “salto del toro”, que marca el paso a la vida adulta entre los hamer. Los chicos se ríen al imaginarse saltando desnudos sobre los lomos de una fila de vacas y Moisés reconoce “que han tenido mucha suerte de librarse”.
Los jóvenes hamer tienen que superar con éxito esta prueba para poder casarse y tener hijos. Si tienen descendencia antes, los niños serán considerados mingis. Por esos días, a 80 kilómetros de Jinka, tiene lugar una “Ukuli Bula”. Un chico de la edad de Moisés se extiende pintura blanca en la cara mientras un grupo de mujeres hamer danza en su honor alrededor. Minutos después salta desnudo sobre las jorobas huesudas de varios toros escuálidos. Una, dos, tres y hasta cuatro veces. Su sonrisa enorme al acabar la proeza da a entender que lo ha logrado. Sus futuros hijos acaban de librarse de una de las primeras amenazas que les esperan durante su infancia.
“Necesitamos cambiar la mentalidad de la gente con más educación. Solo así aceptarán aquí, por fin, que el mingi no es algo bueno”, concluye Lale, con la vista fija en el patio de Omo Child, en el que una decena de niños esperan sentados junto a la pista de baloncesto.
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