Chipre, una trampa para los migrantes que sueñan con Europa
Las llegadas irregulares aumentaron en los siete primeros meses de 2022 un 122%. Al menos unas 30.000 solicitudes de asilo están todavía pendientes de gestión
Esele cierra la navaja de afeitar y espolvorea talco en la cara recién afeitada de John, que se la mira detenidamente en el espejo. Por la ventana, Daniel le hace un gesto de aprobación. “Estos barberos son buenos. Yo me acabo de afeitar hace dos minutos”, dice pasándose una mano por la nuca en una plaza del centro antiguo de Nicosia, la capital de Chipre. Desde el banco más cercano, Blessing e Ibrahim se mofan de él. Los cuatro son nigerianos y prefieren no revelar su verdadero nombre (al igual que el resto de entrevistados). Tienen alrededor de 25 años, han llegado a Chipre hace poco y el Centro Dignidad, en el casco antiguo de Nicosia y el lugar en el que Esele les afeita, es un punto de referencia también para ellos. Blessing ha venido a hacer la compra. “Aquí hay mercado todos los días, puedes elegir lo que quieras”. Bromean y hablan del futuro con un torrente de palabras. “Yo quiero ir a Italia, a Nápoles; es bonito y tengo muchos amigos allí”, dice Blessing”. Pero en cuanto se les pregunta cómo van las cosas en Chipre, la respuesta es un lapidario “bien”.
En la isla de Chipre, situada frente a las costas de Líbano y Turquía y puerta de entrada a Europa en el Mediterráneo oriental, la llegada de migrantes irregulares ha aumentado de forma exponencial. Entre enero y julio de 2022, las entradas irregulares crecieron un 122% con respecto al mismo periodo del año anterior, según el último informe sobre migración y asilo de la Comisión Europea. El país ya era en 2021 —últimos datos disponibles— el Estado de la UE que recibió el mayor número de solicitudes de asilo por habitante (1.480 por cada 100.000 habitantes, frente a las 178 de Alemania o las 153 de Francia, también por cada 100.00 habitantes). Pero la isla se ha convertido hoy en una trampa para los emigrantes, explotados como mano de obra mientras los plazos para regularizar su situación se dilatan —según el Consejo de Refugiados de Chipre, hay unas 30.000 solicitudes de asilo pendientes de gestión—.
La división de la isla, debido a la guerra que la asoló entre las décadas de 1950 y 1970, también agrava la situación. Desde 1974, tras el golpe de Estado militar respaldado por Atenas y la invasión por parte de las fuerzas armadas turcas, la población vive separada étnicamente por la Línea Verde, y existen dos entidades estatales independientes de hecho. En el sur se encuentra la República de Chipre, una mayoría de lengua grecochipriota miembro de la Unión Europea, aunque todavía fuera de la zona Schengen. En el norte está la República Turca del Norte de Chipre, reconocida solo por Turquía y considerada una ocupación por la República de Chipre. Ambos Gobiernos se sirven de los migrantes como nuevo argumento para reforzar la división norte-sur, que sigue constituyendo un tema central en el manejo del poder. De hecho, según el último informe de la UE sobre migración, la mayor parte de los migrantes irregulares que llegan a Chipre lo hacen a través de la ruta que une Turquía con el norte de la isla.
Me gustaría ser profesor de jiu-jitsu, pero a los solicitantes de asilo solo se nos permite hacer determinados trabajosDawood (Nombre ficticio)
Al final del día, la estación central de autobuses de la plaza Solomou de Nicosia, se llena de trabajadores extranjeros. Un desfile continuo de ropa de trabajo, calzado de seguridad y pantalones salpicados de pintura y cal anima la plaza al anochecer. No lejos de allí, en el cuarto piso de un edificio, la chipriota Corina Drousiotou, de 46 años, está sentada en su escritorio en la oficina del Consejo de los Refugiados, del que es coordinadora. “Chipre es un país con una población pequeña con un alto nivel educativo que necesita mano de obra. De hecho, desde 2004 hasta hoy las fases de llegada de emigrantes han variado dependiendo de la situación económica”.
Media hora antes de que abra el Centro Dignidad, unas 20 personas ya esperan en la puerta. “Aquí los solicitantes de asilo tienen acceso a trabajo y asistencia social cuando están en el paro. También ayudamos a las personas a rellenar su currículo y a solicitar permisos de trabajo”, explica la luxemburguesa Hélène Verdickt, de 27 años, coordinadora adjunta de Refugee Support, la ONG que dirige el centro. Dawood y Rahman, dos afganos de unos 30 años, han llegado en autobús desde Limasol. “Me gustaría ser profesor de jiu-jitsu, pero a los solicitantes de asilo solo se nos permite hacer determinados trabajos”, dice el primero. Sobre la mesa está la lista oficial de empleos, y desde luego, no es una lista de deseos. “Siempre he sido contable”, explica Rahman. “No tengo experiencia en nada más. Intenté trabajar como camarero, pero como no tenía preparación, a los tres días me despidieron sin pagarme. Y si rechazas un trabajo, te excluyen de las ayudas”, lamenta.
En Limasol no hay centros de ayuda a los refugiados, y la que proporcionan las oficinas estatales es insuficiente. “Por eso vinimos a Nicosia”, concluye Rahman.
Dawood mete también crema de chocolate en su cesta. “El Mercado Dignidad está organizado para que las personas y las familias puedan elegir lo que quieren”, explica Paul Emery, un voluntario británico de 65 años. En las estanterías hay salsa de tomate, pasta y arroz, además de patatas, cebollas y aceite de semillas. “Muchos cogen cosas que no necesitan cocción, como alimentos en lata, porque no tienen acceso a una cocina”.
El Gobierno acusa a las autoridades del norte de utilizar a los emigrantes para ejercer presión. Está claro que la cuestión de la emigración desempeña un papel en las relaciones entre el norte y el surCorina Drousiotou, coordinadora del Centro de Refugiados
En la calle todavía hay gente esperando para entrar. “La labor que hacen aquí es importante”, considera Salieu Gbla, un solicitante de asilo de 29 años de Sierra Leona, apartando la mirada de la pantalla del ordenador. “Poder elegir te da un poco de normalidad”. Gbla, el único que autoriza que su nombre sea publicado, abandonó su país en 2020 después de que la comunidad de personas LGTBIQ y discapacitadas de la que formaba parte fuera expulsada violentamente de los terrenos en los que vivía. Él mismo fue golpeado y detenido junto con muchos de sus amigos. Lleva dos años en Chipre.
“Todavía no han tramitado mi solicitud de asilo”, se queja, “y para alguien como yo, con una discapacidad física, todavía es más difícil, porque no está reconocida como una condición para los solicitantes”. El joven emigrante sufrió lesiones graves en una pierna cuando era niño, y desde entonces tiene grandes dificultades para moverse. “Tienes que trabajar, pero no puedes”, continúa, “así que te quedas encerrado en casa”. Por eso en julio de 2022 creó la Sociedad Inclusiva para las Personas con Discapacidad. “Es la primera asociación que se ocupa de estos problemas”, explica Gbla. “Es necesaria porque nadie habla siquiera de nuestra situación”. Este otoño empezó a estudiar Informática en la Universidad de Nicosia y le concedieron una beca.
“La división de la isla tiene consecuencias directas en la situación de los emigrantes y también en el proceso de asilo”, explica Drousiotou. Según el Gobierno, en 2021, el 80% de las entradas ilegales de solicitantes de asilo se produjeron a través de la Línea Verde, un dato que coincide con el informe de migración de la Unión Europea. “Muchos llegan al norte en avión con visados de estudio o de trabajo, y a menudo son víctimas de estafas o de traficantes”, denuncia Drousiotou, la coordinadora del Consejo de los Refugiados. “El Gobierno acusa a las autoridades del norte de utilizar a los emigrantes para ejercer presión. Está claro que la cuestión de la emigración desempeña un papel en las relaciones entre el norte y el sur, pero la situación no es como la de Bielorrusia en 2021″, añade.
Al Centro Dignidad también acude Yousef. Es iraní, tiene 24 años, y hace poco salió de Pournara. “Era terrible. Faltaban medicamentos, la comida te hacía enfermar y las tiendas estaban abarrotadas”, dice. Cuenta que tuvo que huir de su país porque es cristiano. “Con lo que pasa ahora allí, seguramente estaría muerto”. El miedo que arrastra hizo las cosas más difíciles en los primeros días de su estancia en Chipre: “Solía quedarme en casa, como cuando se tiene el síndrome de la cueva, estaba apático. Pero ahora me encuentro mejor y estoy buscando trabajo”.
En 2021, el Gobierno comenzó a instalar alambre de espino a lo largo de la Línea Verde y estableció acuerdos con Israel para poner vigilanciaCorina Drousiotou, coordinadora del Centro de Refugiados
Docenas de solicitantes de asilo se sientan en el murete, bajo las ramas de los árboles. Todas las mañanas acuden a la rotonda de la plaza Oxi con la esperanza de que alguien se los lleve para una jornada de trabajo. “Los casos de trabajo ilegal y explotación son frecuentes. Se presenta como una situación extraordinaria, pero los problemas de los emigrantes son simples: trabajo y casa”, reconoce. En Chipre hay unas 30.000 solicitudes de asilo pendientes. “Las llegadas empezaron a aumentar en 2017″, explica la coordinadora del Consejo de Refugiados. “Hasta entonces, la emergencia de los refugiados estaba ausente del debate público”. En marzo de 2020, el Gobierno del sur —con la excusa de la pandemia— empezó a rechazar a los emigrantes en el mar, a pesar de que las llegadas por barco son solo una parte. En 2021, el Gobierno comenzó a instalar alambre de espino a lo largo de la Línea Verde y estableció acuerdos con Israel para poner vigilancia.
“Considerar la Línea Verde una frontera exterior es algo totalmente nuevo en Chipre”, sostiene Drousiotou. “A mucha gente le preocupa que estemos yendo hacia una profundización de la división, y los emigrantes parecen ser solo un pretexto”.
Uno de los barberos acaba de pasar la escoba por el suelo y se ríe. “Al principio nadie quería que yo le cortara el pelo, pero ahora hacen cola”. Sadou Ngono, camerunés de 32 años, hace de barbero todos los viernes en el Centro Dignidad. “La gente necesita sentirse bien, arreglada, por sí misma y por los demás”. Actualmente, Ngono está en paro, pero trabajó dos años en una pequeña fábrica de aluminio. “Aunque lo pedí, no me hicieron contrato, y los sueldos eran miserables. No hay sindicatos que se ocupen de estos problemas, así que me fui. Es mejor hacer repartos en bicicleta”, concreta Ngono. Le encanta la música, y dice que, cuando canta en los parques con sus amigos músicos, la gente de la isla solo se detiene a escucharlos si tocan música griega. “A algunos chipriotas no les gustan los refugiados, pero muchos ganan dinero con ellos”, aclara.
Afuera llueve a cántaros. Sentada en su escritorio, Drousiotou explica que “en Chipre, como en todas partes, hay políticas cuyo objetivo es hacer sufrir a estas personas para que se vayan”. El Centro de Primera Acogida de Pournara, en el que tienen que pedir asilo los que entran ilegalmente, está a unos 20 kilómetros de la capital. Se supone que los solicitantes permanecen en él 72 horas, pero normalmente suelen pasar allí entre 45 y 60 días, lo cual acarrea graves problemas de hacinamiento. Un mes después de solicitar asilo, en ese punto fuera del centro, es posible registrarse en la Oficina de Empleo, pero se necesita una dirección de residencia. “Muchos chipriotas no alquilan a solicitantes de asilo, y tener una residencia se convierte en un gran problema”, continúa Drousiotou. “Fuera del centro incluso hay personas que venden direcciones”.
Un coche de policía para al borde la carretera, a 100 metros de las puertas del centro de Pournara. El agente grita por la ventanilla: “¿Qué están haciendo aquí?”. Sale del vehículo, y mientras comprueba los documentos, dice sin perder su actitud autoritaria: “¿Periodistas? Hagan las fotos y márchense. No hablen con nadie”.
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