Los ojos de una guerra que casi nadie mira
Vive en el frente, duerme en la calle y busca desesperadamente una madre. La vida de Daniel está marcada por los siete años de enfrentamiento en el este de Ucrania, un conflicto que amenaza con explotar de nuevo este final de 2021 y que, paradójicamente, es el menor de sus problemas
Su mirada triste oculta siete años de guerra con días enteros sin comer, y tardes jugando en campos minados, y noches bajo cero durmiendo en casetas de perros, y golpes de un abuelo borracho y ex convicto, y moratones que suben por la espalda y bajan por las piernas. También, el empujón que su padrastro dio a su madre desde un cuarto piso dejándola lisiada. Esos ojos solo tienen nueve años y por fin descansan sin tener que vigilar quién entra por la puerta. Hoy tampoco forzarán la vista para ver la pizarra desde el pupitre. Son las diez de la mañana y Daniel se ha saltado el colegio para ir a un sitio seguro. Al menos, por las próximas ocho horas.
Tumbado en una pequeña colchoneta en la que no cabe, duerme de espaldas a unas cortinas que no mitigan la luz del exterior. Un oso de peluche es la almohada improvisada y el escondite para sus manos llenas de tierra. Por fin sin miedo a despertar… por fin, sin la próxima huida en mente. A escasos metros, la pantalla de un móvil revela lo que la sudadera de estampado militar y pantalones vaqueros ocultan: manchas verdosas y negras que tatúan una piel inocente.
Lo que no conocen esas pupilas es a su padre, ingresado en prisión desde hace años. Lo que quizás no recuerden es como su madre, todavía adolescente, entregó la custodia a la abuela paterna al año de dar a luz. Es el mayor de tres hermanos y vive en un municipio del frente ucraniano cercano al aeropuerto de Donetsk.
Allí, ahora, todo son dudas. Según Bloomberg, EE UU habría alertado a sus socios europeos de que Rusia podría invadir Ucrania. En Kiev denuncian un despliegue de tropas en la frontera cercano a las 90.000 unidades, algo similar ocurrió en abril y saltaron todas las alarmas. Por si fuera poco, la crisis migratoria de Bielorrusia tiene todos los visos de ser un movimiento orquestado y así lo contemplan en Bruselas.
Pero la geopolítica queda lejos del bloque de apartamentos más icónico de la ciudad de Avdiivka. Allí está plasmado con spray el rostro de Marina Marchenko, una veterana profesora local. Llenas de muescas y agujeros, las paredes han dado la vuelta al mundo a través de los medios de comunicación y han ocultado, desde 2014, la historia de Daniel.
Aunque no ha sido así todos los días. Algunas noches se esconde en tejados, en la pequeña caseta de los columpios situados en el exterior de la guardería o en resquicios bajo tierra en los trata de dormir. A veces lo hace solo, otras, de la mano de su hermana pequeña. Cuando no puede más, corre hasta casa de Mila Lebedeva o Marina Shturmarevich, dos voluntarias con larga experiencia en el Donbás que, por el color de pelo y la diferencia de edad, podrían ser madre e hija.
Así ha ocurrido por la mañana antes de soltar una frase que, sin saberlo todavía, por la tarde incumplirá: “No voy a volver nunca más a casa de mis abuelos. Quiero vivir contigo”. Lebedeva suspira y encoge los hombros. Tras muchas visitas a comisaría, ha decidido escribir directamente un mensaje a la abuela. “Todos los policías conocen a Daniel y a su familia. Su padre está en la cárcel, sus tíos están en la cárcel, su abuelo también pasó un tiempo entre rejas y lo último que me dijeron fue que el hombre había pegado a uno de los agentes. ‘¿Qué podemos hacer nosotros?’, me preguntaron”. Lebedeva se indigna al evocar la respuesta. Tampoco le ha ido mejor en los servicios sociales, donde amenazan a Daniel con llevarle a un orfanato si vuelve a escaparse. “¿Cómo le dicen eso a un niño? ¡Tiene nueve años!”.
Lo mismo ocurrió con dos menores que vivieron seis meses en casa de Shturmarevich. U otros tres que una joven quiso olvidar para siempre en la puerta de su apartamento. A veces, “tan solo” es cuestión de días. Un tiempo suficiente en el que emborracharse y quemar horas de vida. “A Sonia (otra chica) le dejé quedarse tres noches. Su casa solo tiene una habitación y supe lo que iba a ver. Las propias madres les piden a los niños que vengan para ocultarles su vida íntima”, relata Shturmarevich.
Ambas señalan los embarazos adolescentes y el alcoholismo como las principales causas del desamparo que sufren muchos niños en Avdiivka. Hijos de padre desconocido que sostienen familias con la pensión que el gobierno entrega a las madres solteras. Mujeres vulnerables de las que se aprovechan hombres en el país más pobre de Europa, según datos del Fondo Monetario Internacional. Biografías que se repiten a lo largo de la línea ocultas para la sociedad alejada del conflicto. Con más de 14.000 muertos a la espalda y fuera de las fronteras de la Unión Europea, el enfrentamiento en el este de Ucrania no deja tiempo para reparar en historias de abandono.
Mary Poppins cocina macarrones con tomate
Dos ojos azules llenos de legañas observan a los extranjeros que toman té en la sala principal. Daniel se ha escondido detrás de Lebedeva y le susurra algo al oído. Le han gustado los pendientes que el fotógrafo luce en las orejas —él también quiere llevar aros— y tiene hambre, aunque todavía falta un rato para que la veterana voluntaria, ex arquitecta y desplazada por la guerra, se remangue y prepare una gran olla llena de macarrones con tomate y salchichas.
“Cuando me marché de Donetsk, pasé siete meses en Kiev antes de intentar ser enfermera y ayudar en el Donbás, pero me rechazaron por vieja —rememora con una carcajada—. Pensé en coger un arma y lanzarme a la trinchera, como aquello no tenía demasiado sentido, le pregunté a Dios a ver qué podía hacer para ayudar. Seis años después aquí sigo, obediente”.
Quizás los planos y el diseño de interiores se quedaron en la ciudad que la vio nacer. Sin embargo, sus ganas de construir se mantienen intactas pasados los cincuenta. A través de las clases de baile, cocina, dibujo o costura, aleja a los más pequeños de las calles y el odio. Con una bolsa de caramelos enseña vocabulario en inglés e intenta que pierdan miedo al idioma. También busca mecenas que paguen operaciones médicas y estudios a las más mayores. Todo vale para sacarles del agujero en el que se han convertido las poblaciones del frente.
Y, aunque se ruboriza al imaginarse como la Mary Poppins de Avdiivka mientras ordena, limpia, peina, juega, salta, abraza, escucha y pone orden, es complicado intuir la vida de esta infancia sin Lebedeva. De lunes a jueves, entre siete y 15 menores acuden nada más salir del colegio. Lo primero que hacen es comer. Lo segundo, repetir. Si no se van corriendo a jugar o ver la tele, Lebedeva aprovecha para volver a llenarles el plato. Nadie escapa de su puchero. Hoy son nueve y para muchos de ellos es la única comida del día. Los fines de semana aparecen el doble, pero la lista que manejan estas dos ucranianas alcanza la media centena. Algunos se presentan cada día, otros no se asoman durante una temporada. Muchos llegan acompañados de sus familias. Los menos, solos como Daniel.
“Cualquiera es libre de venir, todos saben que las puertas siempre están abiertas. En la ciudad creen que son problemáticos porque viven en la calle o roban en el supermercado para comer, la realidad es que son niños muy buenos —asegura Lebedeva —. Nosotras trabajamos especialmente con ellos porque entendemos que son los que más ayuda necesitan”.
De generación en generación
No es difícil establecer paralelismos entre las vidas de progenitores y vástagos. La madre de Daniel no tiene familia y dio a luz siendo menor de edad. Tampoco trabaja, y depende económicamente de pequeños hurtos y de la pensión que recibe por sus hijos. Ahora, desde que su pareja le arrojó por la ventana –los niños defendieron esa versión, pero la Policía no dio valor a su testimonio—depende física y vitalmente de su maltratador. Postrada en una cama, apenas mueve las manos. El médico confía en que pueda volver a caminar.
Lebedeva y Shturmarevich necesitaron varios años ayudando, a veces incluso en sus propios hogares, a diferentes colectivos para darse cuenta de que la mejor opción para reducir el fracaso en la edad adulta era trabajar con la infancia. Y crearon un centro de día para los niños. Así nació en febrero de 2020 el centro Free Space for Youth con un propósito: proteger a los jóvenes abordando los problemas desde la raíz. Cuando el centro cierra, las puertas de las viviendas de ambas siguen abiertas, y los pequeños lo saben y acuden a ellas cuando cae la noche si lo necesitan; sus dramas no duermen ni distinguen horarios.
“Cuando la guerra se calmó un poco y el Gobierno comenzó a ayudar, vimos que los sintecho, los jubilados o los enfermos recibían atención, pero los niños seguían viniendo. Fue algo espontáneo”, recuerda Lebedeva. “Si los padres no se preocupan por ellos y les pegan… no podemos verlo y no hacer nada. Teníamos que ayudarles”, añade Shturmarevich.
Pero el tiempo pasa, la guerra sigue y los gastos aprietan. La pobreza es una cara con demasiadas aristas. Por eso mismo, ninguna imagina una fecha final para su proyecto en primera línea. Todo queda en manos de la fe. “Yo le digo a Dios que me de trabajo si quiere que me quede y de momento no me falta. No quiero ganar dinero, solo poder vivir y ayudar a los demás”, cuenta Shturmarevich. “Dios me dijo que tenía que venir al frente y tuve miedo. ¿Y si pierdo un brazo? ¿Y si pierdo una pierna? Después del primer año entendí que con él a mi lado no tengo nada que temer”, confiesa Lebedeva.
La tarde se va apagando y poco a poco el calzado ordenado en el mueble de la entrada comienza a desaparecer. Zapatos, zapatillas y botas que resuenan en los escalones de la entrada al bajarse saltando de dos en dos. La misma mesa que sirve para comer y dibujar se pliega, los cubiertos se limpian y Lebedeva castiga su espalda barriendo y fregando. Un día más en la oficina. Un día más sacando adelante una familia numerosa de huérfanos con padres. Mientras, un rostro se ilumina en el sofá con la luz de un móvil que no es suyo. Ha sido el primero en entrar y será el último en marcharse. La abuela no ha llegado todavía.
—Daniel, ¿qué te gustaría ser de mayor?
—Policía.
Lebedeva, que le conoce más que nadie, pide que expliqué por qué.
—Para llevar una pistola— responde recuperando el fuego en una mirada que la vida parece querer apagar.
El suspiro de Lebedeva exterioriza el largo trabajo que les queda por delante, aunque el enfrentamiento militar llegara a su fin. Si nada cambia en la vida de Daniel, lo más probable es que siga la estela familiar y acabe preso. Por el momento, tan solo intenta robar la atención de una mujer a la que ha pedido muchas veces que sea su madre cuando otros niños interrumpen en el despacho. También se lo ha suplicado a Shturmarevich con una estrategia que cree infalible y que revela más de sus anhelos que el deseo de utilizar un arma: “Tenemos el mismo color de ojos, tú también puedes ser mi mamá”.
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