Sin red: los pescadores que llegan a Canarias desde Gambia
Las plantas chinas de harina de pescado arrasan los fondos marinos de África Occidental y provocan la subida de precios. ‘Stolen Fish’ (‘Pescado robado’), película de la directora polaca Gosia Juszczak presentada en el festival MiradasDoc, retrata las vidas de los trabajadores locales que se lanzan en pateras al Atlántico
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El sol se cuela en halos geométricos entre los ladrillos calados que hacen de ventana en un cobertizo en el que se ahúma pescado, en Gambia. Una mujer de manos siempre mojadas y cortadas por la sal esparce los peces destripados sobre los hierros ennegrecidos, tras limpiarlos en la playa, y espera más cajas, o palanganas, o cubos, para reanudar la tarea. A decir verdad, desde hace unos años solo espera las sobras, lo que no han querido comprar las plantas chinas de harina de pescado que se surten, al por mayor, de casi todo lo que pueda caber los brazos adolescentes y sobre las cabezas de los chicos y chicas que trasladan la mercancía recién sacada del mar.
El trabajo no se detiene, aunque ahora, en Gunjur, las mujeres que vivían del procesamiento de los productos de la pesca apenas puedan hacerse con la mitad de las cestas diarias que solían comprar: el pescado ha subido muchísimo de precio en todo el país. Esto es lo que le cuenta Mariama a la realizadora polaca Gosia Juszczak, que registra cada movimiento del proceso, a partir de la entrada a hombros de las pequeñas barcas en el océano, para su cortometraje Stolen Fish.
En cuanto se baja del bote, un pescador llamado Abou analiza cómo han cambiado las formas de capturar peces: grandes barcos arrasan con lo que antes pescaban artesanalmente los pobladores locales y lo hacen sin tener en cuenta las épocas de reproducción, en la desembocadura del río Gambia, justo adonde acuden los peces a desovar, en ese estrecho país horizontal completamente abrazado por Senegal y un trocito de Atlántico. Con cuatro o cinco kilos de pescado apenas se consigue un kilo de harina ―que en Gambia procesan a ritmo frenético un puñado de plantas de diferentes empresas chinas― y que principalmente se destina a manufacturar piensos para ganado vacuno, porcino o aviar en Europa o en los gigantes asiáticos.
El negocio está tan resguardado que hay gente que ha sido encarcelada por manifestarse en contra de la instalación de plantas de harina que “quitan el pescado a las familias de los pescadores para alimentar a los animales de los países ricos”, según se oye en una reunión informativa de vecinos con Greenpeace, a la que acude el equipo de la película. Sin embargo, en la asamblea también hay quienes plantean su temor a quedarse sin los empleos que crean esas empresas.
“Aunque Gambia sea una posdictadura, muchas cosas siguen igual, y los ancianos del pueblo, que gozan de mucho respeto, parecen defender la instalación de las plantas de harina de pescado; las grandes empresas chinas han conseguido persuadir a buena parte de la población y dividir al pueblo. Entonces, los jóvenes, que son muy conscientes de lo que está pasando, reciben amenazas”, comenta Juszczak, en diálogo con Planeta Futuro desde Guía de Isora, Tenerife, adonde asistió la semana pasada a presentar su película en el marco de la 16ª edición del Festival y mercado internacional de cine documental Miradas Doc.
Los silencios íntimos detrás de las causas colectivas
Con una población de menos de dos millones de habitantes, Gambia es uno de los últimos países en la lista de Naciones Unidas que mide el índice desarrollo humano y entre las naciones de África Occidental que más sufren este expolio del mar. Sin embargo, esta pieza audiovisual de una directora novel que llega al puerto de Bakau para documentar las razones colectivas de la emigración parece nutrirse también de silencios íntimos y cosas no dichas, al otro lado del mar.
Porque muchos, muchísimos de estos jóvenes, hartos de la corrupción de su país, cuyas élites negocian acuerdos internacionales ―y comisiones― con el producto de las manos ajenas, hinchadas, desean cruzarse a Canarias y empezar otra vida que les dé alguna esperanza. Esto es lo que expresa el joven pescador Abou, cuyo hermano emigró a España, y que lleva sobre su espalda el peso dramático de Stolen Fish.
La directora sostiene que “buena parte de la gente que está llegando a Canarias son esos pescadores” que han sido despojados de sus materias primas, por la sobreexplotación de los ecosistemas. Por eso, en 2019, cuando su interés por el tema había crecido lo suficiente, viajó a Gambia. Una vez allí, fue dando con los personajes: “Conocí a Abou, porque su hermano era mi vecino en Madrid. Él me había dicho: ‘Tienes que ir a ver a mi hermano, porque es el vicepresidente de la asociación de trabajadores del puerto de Bakau’. Y conocer a Abou fue uno de esos regalos de la vida, porque tenía tanto para contar, y sabía hacerlo tan bien...”.
En el documental, que cuenta con la prodigiosa fotografía de Filip Drozdz, hay una escena que es quizá la más valiosa cinematográficamente: Abou llama a su hermano por teléfono y el diálogo es tan lacónico que deja al espectador perplejo y lleno de dudas. Sin oír apenas lo que sucede al otro lado de la línea, se nota que el hermano de Abou ―que ha partido de su país hace más de una década― evita hablar con él, tiene prisa por cortar la llamada, no tiene (o no puede) contar lo que le está pasando y apenas pregunta por la madre. Dice que tiene algo que hacer y tanto Abou como el público se quedan con la siguiente pregunta a medio pronunciar.
¿Qué ocultan los que sí han podido llegar a Europa? “Para mí fue muy importante grabar esa conversación ―confiesa Juszczak― y no fue fácil porque entre ellos se hablaban poco hasta la película. Se criaron juntos, pero llevan más de diez años separados y les cuesta mucho comunicarse. Hay, quizá, una vergüenza por no estar bien. Después del rodaje empezaron a tratarse más”.
Migrantes a un lado y otro de la cámara
Lo que traen los autores, la propia autora, en este caso, como experiencia y aventura vital forma parte de un diálogo implícito con lo que narra la película. Juszczak se sabe inmigrante: es una periodista y traductora polaca, también se ha formado en biotecnología, ha estudiado cine documental en la escuela de Andrzej Wajda de Varsovia y lleva cinco años instalada en Madrid. “Yo también tengo una hermana y me toca mucho este tema de la separación familiar”, asegura. No obstante, quiere dejar claro lo que siente como agravio comparativo (o privilegio) por su condición de extranjera europea, que le posibilita vivir en el país que quiera, sin tener que afrontar los vía crucis institucionales a los que se somete a otros extranjeros, entre ellos, especialmente, los africanos.
“Vivo en Lavapiés ―aclara― porque este barrio tan poblado de migrantes tiene mucho que ver con lo que hago”. Lo que ha hecho hasta ahora son, sobre todo, reportajes audiovisuales sobre derechos humanos, fronteras y diversidad. Entre lo que elige destacar, hay un mediometraje sobre las porteadoras de Melilla y su labor como observadora de derechos humanos en Cisjordania: “Allí hacía fotos, y me faltaba algo, unas herramientas para contar lo que me contaban y encontré el audiovisual, que puede transmitir más capas de la realidad”.
Entonces, en la charla, asoma la revelación: “Vamos a continuar con Abou, que será el protagonista de mi primer largometraje, para el que ya me siento preparada”. Porque lo que sucedió tras el The End del anterior documental también es de película: “Abou decidió correr el riesgo y viajar a Europa en una patera. Eso fue muy inesperado, porque él me había expresado su miedo; sabía que mucha gente muere en el mar y es una persona que reflexiona todo con cuidado, pero consiguió venirse a España. Su viaje duró nueve días hasta Canarias (algo más de la semana que suelen durar, en general). Al llegar, fue interceptado por la policía, le quitaron el teléfono y estuvo una semana en una celda, sin poder contactar con su familia, aunque los menores que salían antes del centro sí pudieron avisar a los parientes de la gente del barco de que todos habían sobrevivido a la travesía”.
Abou desembarcó en España en noviembre de 2020, pero su hermano ya no está en España. Es un pescador que sabe leer y escribir, y espera poder completar pronto los papeles como solicitante de asilo: “Su caso es muy complejo, pero allí sufría persecución política. Él denunciaba la corrupción del Gobierno y la complacencia de los medios. Es un líder en su comunidad y se opone a otras injusticias en su sociedad, como la ablación femenina, porque él mismo tiene una hija pequeña”, relata Juszczak. Hacer una película también significa acompañarlo en esta aventura quijotesca de conseguir una cita, al menos una cita, para dar el siguiente paso hacia una existencia legal, porque lo cierto es que todos los emigrantes oyen a diario peticiones de paciencia que, en realidad, son noes encubiertos, además de sufrir el colapso de la Administración que también suele padecer el resto de los ciudadanos en estos días.
Para Juszczak, “es una oportunidad para mostrar la otra cara de esta historia colectiva”. Además, según la directora, Abou es “un personaje que le gusta a la cámara, que atrae. Quiere transmitir cosas y afronta situaciones de mucho dolor, pero también tiene mucho humor”. Durante los coloquios, tras las proyecciones en el festival Miradas Doc, Abou apareció por Skype y el público le hizo preguntas: “La gente aplaudió cuando supo que estaba en España”. La película se mostró, asimismo, en escuelas e institutos de Tenerife y Abou, según narra Juszczak, “estaba totalmente predispuesto a responder a lo que los chicos quisiesen preguntar, desde cómo es estar en una patera o si murió alguien, hasta qué se come allí dentro”.
“Ya hemos filmado durante dos semanas, pero esta historia irá cogiendo forma poco a poco”, adelanta Juszczak sobre el spin-off de Abou, el pescador de Bakau.
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