Una retirada segura de la guerra contra las drogas
Se debería minimizar su impacto negativo sobre la salud, con acceso a jeringas esterilizadas, que eviten el contagio de hepatitis C y VIH o terapias con agonistas opioides que reduzcan la probabilidad de sobredosis
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Mientras el mundo se obsesionaba con los resultados de la elección presidencial en Estados Unidos, prestó menos atención a otra consecuencia de los votos: se dieron pasos significativos para despenalizar las drogas en varios estados del país. Uno de ellos, Oregón, va camino de abolir las sanciones penales por la posesión de pequeñas cantidades de estupefacientes ilegales, desde heroína hasta metanfetaminas. Se debería aplaudir este enfoque y adoptarlo mucho más ampliamente.
Según datos de 2018, unos 269 millones de personas en todo el mundo usan drogas ilegales. Entre ellas hay 11 millones que lo hacen con inyecciones endovenosas, un método que conlleva riesgos adicionales. Casi la mitad de quienes se inyectan estupefacientes sufren hepatitis C, y la impactante cantidad de 1,4 millones, VIH. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, tan solo en 2017 murió más de medio millón de personas debido al uso de estupefacientes.
Esta es una tragedia completamente evitable, alimentada por el enfoque cruel y contraproducente de la llamada “guerra contra las drogas”. Debido a esta iniciativa, lanzada en la década de 1970 por el presidente estadounidense Richard Nixon, la posesión de estas sustancias es hoy un delito penal en la mayoría de los países y quienes las usan enfrentan un grave estigma social.
La lógica de la guerra es simple: el riesgo de un duro castigo tendrá un efecto disuasorio eficaz y reducirá su uso, pero no es esto lo que ocurre, en absoluto. A pesar de los enfoques cada vez más punitivos, la venta y el uso de drogas siguen aumentando en el mundo y causan más sobredosis, VIH, hepatitis C y tuberculosis.
La amenaza del castigo y la discriminación no hace que la gente deje las sustancias ilegales o las evite, sino que oculte su uso, incluso de sus médicos. Cuando se desalienta a quienes toman estupefacientes a vincularse con los sistemas de salud, criminalización y estigmatización —al igual que el racismo, que se suma a la discriminación por el uso de drogas— se contribuye a los malos resultados sanitarios, tanto para las personas como para sus comunidades, que van mucho más allá.
Hay una mejor alternativa. En vez de tratar de obligar a la gente a que renuncie por completo a usar drogas, debiéramos tratar de minimizar el impacto negativo sobre su salud y bienestar. Las llamadas intervenciones de reducción de daños incluyen programas de intercambio de agujas, a través de los cuales la gente puede acceder a jeringas esterilizadas; salas seguras para el consumo de drogas, donde la gente no corra el riesgo de una sobredosis; la terapia con agonistas opioides, como el reemplazo por metadona; y las iniciativas de vivienda y empleo.
Décadas de práctica e investigación han demostrado que las intervenciones de reducción de daños funcionan y son eficientes en términos de su costo. Por ejemplo, la terapia con agonistas opioides reduce la probabilidad de sobredosis. Y los programas de intercambio de agujas disminuyen sustancialmente el contagio de hepatitis C y VIH entre quienes se inyectan drogas, con lo que contribuyen a reducir la transmisión en general. En Portugal, la cantidad de casos de VIH se desplomó desde que se despenalizó la posesión de todas las drogas y aumentaron las intervenciones de reducción de daños hace casi 20 años.
La buena noticia es que, como muestra el último informe de Harm Reduction International (HRI), se lograron avances significativos en la provisión de esos servicios. Durante las últimas décadas, 86 países implementaron programas de agujas y jeringas, y 84 ofrecen algún tipo de terapia con agonistas opioides. De todas formas, todavía queda mucho por hacer.
Cuando la gente que usa drogas sufre y muere, se la suele reducir a estadísticas y desestimar porque se trata de “criminales” o “delincuentes”, pero son nuestros amigos y familiares, vecinos y colegas. Son seres humanos y tienen derecho a la salud
Como señala el informe de HRI, persisten enormes brechas en el acceso a los servicios de reducción de daños, incluso en lugares que los ofrecen, como Australia, Canadá y Europa Occidental. Por ejemplo, hay pocos servicios diseñados para mujeres y personas transgénero, y los servicios de reducción de daños sistemáticamente fueron incapaces de cubrir las necesidades de los grupos que sufrieron lo peor de las políticas punitivas contra las drogas durante décadas, como los descendientes de africanos (entre quienes se cuentan los afroamericanos y los pueblos indígenas en todo el mundo).
Además, los servicios necesarios suelen estar concentrados en las ciudades, por lo que son de difícil acceso para quienes viven en zonas rurales. Y las personas encarceladas, que tienen un mayor riesgo de contraer VIH y hepatitis C mientras están en prisión —y de sufrir sobredosis cuando son liberadas— no suelen tener acceso a ellos en absoluto.
Las personas encarceladas, que tienen un mayor riesgo de contraer VIH y hepatitis C mientras están en prisión —y de sufrir sobredosis cuando son liberadas— no suelen tener acceso a servicios de reducción de daños en absoluto
Según el HRI, los avances para ampliar el acceso a los programas de reducción de daños están paralizados desde hace más de cinco años. Mientras los recursos limitados se asignen a las fuerzas del orden, será difícil lograr más beneficios significativos.
Cuando la gente que usa drogas sufre y muere, se la suele reducir a estadísticas y desestimar porque se trata de “criminales” o “delincuentes”, pero son nuestros amigos y familiares, vecinos y colegas. Son seres humanos y tienen derecho a la salud, la equidad y el respeto, independientemente de su género, sexualidad, raza, nacionalidad, situación legal o hábitos y antecedentes de su uso.
Si algo nos enseñó la covid-19 es que la salud y el bienestar de todos está interconectada. Solo un enfoque del uso de estupefacientes basado en los imperativos de salud pública y los principios de derechos humanos —que proteja a los más vulnerables— puede poner fin a una guerra que nunca debió haber comenzado.
Tlaleng Mofokeng, miembro de la Comisión para la Igualdad de Géneros en Sudáfrica, es relatora especial de la ONU sobre el derecho a la salud y autora de ‘Dr T: A Guide to Sexual Health and Pleasure’ [Dra. T: Una guía para la salud sexual y el placer].
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