La historia más bella jamás contada
Acostumbrado a que los todopoderosos salten de edificio en edificio con trajes coloridos como Spiderman, un Dios que se hace niño y pobre le parecía insólito a mi hijo


La escena está en la segunda temporada de The Chosen (Los elegidos), la primera serie que se ha hecho sobre la vida de Cristo. La Virgen María está compartiendo hoguera con los apóstoles en ausencia de su hijo, que se encuentra curando enfermos, cuando María Magdalena le pregunta por el nacimiento de Jesús. La Virgen sonríe y le responde que no fue en absoluto como esperaba. Que tuvo que limpiarlo porque estaba sucio. Que era muy pequeño, que tenía frío, lloraba y necesitaba ayuda. Su ayuda, la de una adolescente de Nazaret. Al calor de la lumbre, la madre de Cristo les confiesa a sus seguidores que por un momento se preguntó si ese ser tan pequeño y desvalido podía ser realmente el hijo de Dios.
La misma duda tuvo el año pasado mi hijo mayor, que entonces tenía tres años. Era muy reticente a creer que Dios hubiera elegido encarnase en lo que para él, que ese año había empezado a ir al colegio, era una especie inferior: los bebés. Acostumbrado a que los todopoderosos salten de edificio en edificio ataviados con trajes coloridos como Spiderman, o a que tengan mucho dinero como Batman, o un físico portentoso como Hulk, un Dios que se hace niño, niño pobre, además, debía parecerle una cosa insólita. No le culpo. Cuando lo pienso —cuando lo pienso de verdad—, a mí también me lo parece.
Se sabe muy poco sobre la infancia de Cristo. El pasaje de Jesús entre los doctores, cuando se aleja de sus padres y se va a debatir sobre teología al templo, y una mención muy sucinta en el Evangelio de Lucas: “El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en Él”. Pero que el Verbo se hiciera carne implica que alguien tuvo que enseñarle a hablar. Alguien tuvo que cogerle los deditos y mostrarle cómo caminar, alguien tuvo que explicarle cómo se coge correctamente un tenedor.
Predicar a un Cristo crucificado fue un escándalo para los judíos y una necedad para los gentiles, pero no es menos escandaloso hablar de un Dios que anda por ahí en pañales, que necesita que lo arrullen, lo abracen y le canten, que balbucea mientras se mira asombrado las manos, que no nace en un palacio lleno de oro sino en un humilde pesebre. Porque no viene para que lo sirvan, sino para servir. Para derribar del trono a los poderosos y enaltecer a los humildes, entre los que nació, creció y murió.
Hace unos años pude visitar en Palestina la Basílica de la Natividad de Belén, alzada sobre la cueva que acogió el nacimiento de Cristo. Yo no creía entonces que allí hubiera nacido el hijo de Dios, a lo sumo un revolucionario que me caía simpático, pero hubo algo que me conmovió: la minúscula puerta por la que se accede al templo. Se llama puerta de la humildad y mide un metro veinte, así que hasta los más bajos tenemos que agacharnos, muchos tienen incluso que arrodillarse. El simbolismo es claro: para entrar al misterio del pesebre hay que hacerse pequeño.
Decía C. S. Lewis que la historia de Cristo es tan extraña —un Mesías que nace entre paja y se rodea de pescadores, publicanos y prostitutas, un Cristo que muere como un criminal y después anuncia su resurrección a las mujeres—, la historia de Cristo es tan poco conveniente para el poder —el de su época y el de todas las venideras— que difícilmente alguien podría habérsela inventado. Estén de acuerdo o no con Lewis, crean o no en la verdad de los Evangelios, lo que es innegable es que la de ese Dios que nace en un pesebre para morir en una cruz es la historia más bella jamás contada. Feliz Navidad.
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