La Constitución y la crisis de los cincuenta
En su cuadragésimo séptimo aniversario, la Carta Magna del 78, que tan grandes servicios ha prestado, muestra indudables signos de fatiga en aquello que dejó a medio regular


El chantaje de Junts no es solo un incordio para la coalición gobernante en España; simboliza también cuáles son las líneas rojas que marca nuestra Constitución en lo referente a la capacidad de autogobierno de las comunidades autónomas. En su cuadragésimo séptimo aniversario, la Constitución del 78, que tan grandes servicios ha prestado, muestra indudables signos de fatiga en aquello que dejó a medio regular. Me refiero, claro está, a su Título VIII, la organización territorial del Estado, que ya desde sus inicios se ha movido a golpe de sentencias del Tribunal Constitucional y, sobre todo, de la creatividad política derivada del choque de fuerzas entre los dos grandes partidos y la dinámica centrífuga de eso que dimos en llamar “nacionalismo periférico”. Este devino en nuestro eje de conflicto más perturbador, muy por encima del de izquierda/derecha.
El salto cualitativo lo produjo el giro independentista del nacionalismo catalán, pero también la necesidad del bloque de izquierdas de contar con sus votos para poder gobernar, con la consiguiente tensión que sus demandas planteaban para establecer un mínimo de coherencia entre el valor de la igualdad, que es de izquierdas, y el establecimiento de privilegios económicos a determinadas comunidades. La aspiración a un cupo catalán, solo previsto constitucionalmente para Euskadi, ha sido el mejor ejemplo de esta contradicción. Desde el otro frente, el de la derecha, hay un movimiento parecido, solo que en la dirección contraria, el giro centrípeto que propugna Vox. Una eventual victoria de este bloque sujetaría al PP a una importante presión para desandar el camino seguido hasta ahora. Aquí, de nuevo, la voluntad de poder volverá a poner en aprietos a los dictados constitucionales, atrapados por la pinza que presiona a los grandes partidos desde polos opuestos.
Sobre ese trasfondo me gustaría añadir tres observaciones. Uno: como muestra la dificultad por dar satisfacción a las demandas de Junts, las reclamaciones de mayor autogobierno han llegado prácticamente a los límites marcados por la Constitución, ya casi solo queda extender las concesiones a lo puramente económico. Dos: toda ulterior concesión de privilegios en este ámbito, que no es el simbólico-nacional, rompe el principio de equidad solidaria entre comunidades autónomas. Y tres: en la práctica, la organización del Estado acaba respondiendo más a las necesidades de la gobernabilidad que a la implementación de un modelo federal sustentado sobre principios claros y consensuados, deviene en una especie de zoco en el que se intercambian competencias y otros favores por votos parlamentarios. Es un milagro que no estén proliferando partidos regionalistas destinados casi exclusivamente a maximizar transferencias económicas a su favor y poder entrar también en este juego.
Se dirá que en gran medida en eso consiste la política, y así es, en efecto. Pero se supone que lo hace dentro de un marco de normas capaces de establecer un balance entre los imperativos de la diversidad, obligados en un país como España, y el principio de igualdad y solidaridad entre las diferentes comunidades autónomas. Esto es lo que creo que se ha roto o está a punto de quebrarse. Tanto por la radicalización de los nacionalismos periféricos como por la reacción que suscitan en el otro extremo, ambos deseosos de ir más allá de lo constitucionalmente permisible. Para cortar este nudo gordiano haría falta un acuerdo entre los dos grandes partidos, pero eso es justo lo que parece imposible, prefiriendo coquetear cada cual con su extremo respectivo. Es lo que hay, y su efecto sobre la Constitución ya se está haciendo sentir, aproximándose peligrosamente a eso que en nuestra biografía calificamos como crisis de los cincuenta, el momento de la reinvención. Solo que esta vez sin consenso.
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