La columna de David Uclés antes de su intervención de corazón: ‘Entiérrenme en una cuneta’
Publico este artículo a las puertas del quirófano y, aunque no espero morirme, aprovecho la tensión para elaborar unos últimos deseos

Ahora mismo me están rajando el corazón. He publicado este artículo hace un par de minutos, a las puertas del quirófano. Después de varios años despertándome de madrugada con el corazón fibrilando, mis cardiólogos decidieron por mí y me están quemando las venas pulmonares. Al parecer, en tres horas me habrán dejado el corazón bien niquelado, humeante y firme. ¡Qué cosas!
Aprovecharé ese estadio entre la vida y la muerte para reunirme con algunos de los personajes literarios que maté inmisericordiosamente: Emilio, Octubre, Odisto… Y abrazaré el aire buscando a Martina mientras el narrador nos pone de fondo Iris, de Wim Mertens. No tendré tiempo de ver a nadie más, salvo a alguno de mis abuelos y a Saramago. Le comunicaré que quiero ir a Lisboa a tatuarme su perfil en el costado derecho, y que espero que Pilar me acompañe y me dé la mano, pues no me gustan mucho las agujas —y eso que ahora mismo, según intuyo, una muy larga está atravesándome el septo: la pared central y poética del corazón—.
A decir verdad, no tengo previsto morirme, y es casi imposible que esto suceda hoy. Soy muy dramático. Pero como espero no tener que verme en otro quirófano a corto plazo, tengo que aprovechar esta tensión y elaborar unos últimos deseos, no vaya a ser que, de tanto horadarme las paredes del corazón, los alambres me liberen la vida. Os desgajo el testamento:
- Deseo que envuelvan mi ataúd con la bandera de España que Sonia Monroy utilizó de vestido para ir a la gala de los Oscar hace 10 años.
- Deseo que Juan Cruz escriba mi obituario. Me cae demasiado bien.
- Deseo que mis libros sean distribuidos en pueblos de la España vaciada. Mis camisas, que se las den a Jordi Évole. Y el espejo que uso para quitarme el entrecejo, que lo envuelvan en un paño de terciopelo y se lo entreguen a Santiago Abascal; a ver si, con suerte, logra verse en el reflejo y reconoce, de forma nítida y contundente, como siempre señala Ian Gibson, que sus rasgos son árabes.
- Deseo que el funeral se celebre en la catedral de la Almudena y que acudan más invitados que a la boda de la hija de Aznar. Pero que no venga la hija de Aznar. Ni Aznar, porfi.
- Deseo que con mis ahorros construyan una maqueta de la ciudad de Madrid con fruta y se la entreguen a Ayuso veinte días después, cuando la putrefacción sea tal que no quede ni una sola pieza habitable por ningún insecto. Deduzco cuál será la solución de la presidenta: contratará unos buitres hambrientos, sin fondo, para que la devoren.
- Deseo que le entreguéis mi acordeón a Sílvia Abril.
Por último, la única voluntad firme y seria de todas: si muero, no quiero que me entierren en un cementerio. Quiero que lo hagan en cualquier cuneta del país, y a medianoche, para que nadie sepa en cuál “descanso”.
Ya que, como pueblo, no hemos conseguido que los cuerpos de nuestros familiares acaben con dignidad en un cementerio, lo mismo es más fácil sacralizar todas las cunetas del país. Despojarlas de deshonra y vergüenza. Y llenarlas de flores, tal como hace la propia tierra desde el siglo pasado. ¿Acaso nunca os preguntasteis por qué nacen jaramagos y retamas en el cemento duro e inorgánico de los bordes de las carreteras? La propia naturaleza hace el trabajo que nosotros no queremos hacer. Y honra, y se muestra así más humana que nosotros.
Que conste en acta.
¡Ah! Y no hace falta que recéis por mí. Ya lo hace Rosalía por todos.
Os quiero.
D.
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