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TRIBUNA
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Una ley para convertir la mera palabra en delito

La violencia vicaria es una de las expresiones más brutales de la crueldad, pero una cosa es ampliar la protección penal y otra muy distinta transformar la justicia en censura

El Ministerio de Igualdad acaba de enviar al Consejo de Ministros un anteproyecto de ley sobre violencia vicaria que introduce una novedad aterradora, ya anunciada hace unos meses por la ministra Ana Redondo: el juez podrá imponer al condenado la prohibición de hablar o escribir sobre su caso durante 20 años. La ley ya prohibía el contacto del reo con las víctimas o con sus familiares. Y, como con cualquier ciudadano, permitía censurarle si sus declaraciones atentaban contra el honor, la intimidad o la dignidad de cualquier persona. Pero esta nueva ley va mucho más allá: no persigue un daño real y concreto, sino que convierte en delito la mera palabra. Prohíbe, por ejemplo, que el reo se arrepienta públicamente de sus crímenes.

Es una medida incompatible con un Estado de derecho. ¿Qué forma hay de conciliarla con el artículo 25 de la Constitución Española, que dice: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”? Ninguna. Cualquier recurso bien fundamentado ante el Tribunal Constitucional la tumbará.

La iniciativa legislativa, según reconoce el equipo de Ana Redondo, tiene su origen en la publicación frustrada de mi libro El odio, que contaba con el testimonio de José Bretón pero que fue escrito exclusivamente por mí. En los informativos de RTVE, al dar la noticia del anteproyecto de ley, se habló del “libro que José Bretón quería publicar hace unos meses”, deslizando la idea de que El odio era un libro de él, cuando de hecho José Bretón detesta El odio y quería que no se publicase. Esa confusión no es inocente: convierte una obra literaria de reflexión crítica en una supuesta tribuna del asesino para justificar la censura.

Que una obra literaria sirva de coartada para censurar de forma preventiva la palabra de alguien —incluso de quien ha cometido un acto monstruoso— muestra hasta qué punto el populismo punitivo está colonizando la política penal. También con un Gobierno de izquierdas. Las jaurías mandan en la demoscopia.

La ministra ya hizo en su momento ardorosas declaraciones públicas negando el derecho de José Bretón a hablar: “No se puede dar voz a los asesinos, no se puede dar voz a quien ha quitado la vida a sus hijos. Una sociedad democrática como la española no lo puede consentir”.

Una afirmación así podría tener cabida en regímenes como el de Bukele en El Salvador, donde la popularidad se construye sobre la exhibición de la fuerza represiva. O en la sociedad china, donde la censura no es una anomalía, sino un pilar del orden público. O, por supuesto, en la Rusia de Vladímir Putin, en la que al disidente social de cualquier tipo se le silencia por la vía judicial o directamente mediante la administración de polonio.

En Europa, sin embargo, desde los tiempos de Cesare Beccaria, hemos aprendido que el derecho penal no puede convertirse nunca en una herramienta de venganza o de aniquilación personal. Nunca. Ni con los asesinos más abyectos. Negar la voz a los culpables, impidiendo incluso su representación simbólica o literaria, nos sitúa más cerca de esos regímenes tiránicos que de los principios sobre los que se fundan nuestras constituciones. En una sociedad democrática, incluso el monstruo tiene derecho a ser escuchado.

La violencia vicaria es una de las expresiones más brutales de la crueldad machista. De la crueldad a secas. Resulta incomprensible que alguien decida matar a sus propios hijos para hacer daño a su pareja. Y es admirable, en este sentido, que España quiera ser pionera en reconocer y sancionar esta violencia específica. Pero una cosa es ampliar la protección penal y otra muy distinta transformar la justicia en un mecanismo de censura, que es lo que al parecer el anteproyecto de ley quiere hacer. No estamos hablando de proteger a las familias, sino de prohibir la voz misma, como si la palabra fuera un nuevo crimen. Esa es la grieta por la que se cuela el populismo punitivo, uno más de los signos de prefascismo que nos llegan en estos tiempos. Signos que vienen indistintamente de los que defienden el fascismo y de los que dicen combatirlo. Cuántos crímenes empiezan a cometerse en nombre de las víctimas.

Prohibir a un reo hablar de su delito —con las limitaciones que ya están en el Código Penal— es una aberración democrática. Hoy se prohíbe la voz del asesino; después, se censura al disidente, al adversario político, al escritor incómodo. La historia nos ha enseñado que la censura nunca se detiene donde empieza.

El odio, que miles de personas demonizaron pero casi nadie leyó, no le daba voz a José Bretón: se la quitaba. Le confrontaba. Refutaba sus justificaciones falaces, sus delirios. Lo mismo que hacía Jordi Évole con Josu Ternera en su polémico documental. La palabra no es un privilegio, sino un derecho inalienable. Si queremos quitarle al reo la posibilidad de hablar —aunque sea para arrepentirse—, seamos completamente honestos y valientes: restauremos de una vez la pena de muerte. Al fin y al cabo, resulta más higiénico y económicamente más rentable suprimir un cuerpo que condenar a alguien al silencio y a la nada.

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