El déficit
La belleza no cotiza en el mundo actual pero Robert Redford y Claudia Cardinale lo fueron por dentro y por fuera


Aunque a veces lo ignoremos, la búsqueda de la belleza, en lo que tiene de armonía, es un motor del mundo. Lo malo es que la belleza no cotiza en los mercados, como lo hace el petróleo, el oro o las acciones de las grandes empresas. Nos ha tocado vivir un momento en el que algunos de los liderazgos más importantes tanto en lo político como en lo social en lugar de traer algo de belleza al mundo están empeñados en ensuciarlo y vulgarizarlo, subidos a una ola salvaje en la que el resentimiento de unos contra los otros resulta ser la emoción más rentable de agitar. Al ver morir, casi simultáneamente, a dos personas como Robert Redford y Claudia Cardinale es normal que nos asalte una preocupación: ¿cómo vamos a compensar este déficit de belleza en el mundo? Porque Redford no solo fue ese rubio ideal con la raya del pelo al lado de los zurdos y una mirada pausada y entre irónica y civilizada, sino también un señor que se preguntó a menudo por las desigualdades sociales y las enmiendas al progreso.
Una vez fui invitado a su festival de Sundance entre las nieves de Utah para presentar una película que habíamos rodado íntegramente en un cuarto de baño de Madrid durante doce días. El actor y director norteamericano estaba empeñado en que las grandes corporaciones de Hollywood no fueran los únicos diseñadores de cómo había de ser el cine. El sello de cine independiente norteamericano taponó la llegada a ese mercado del cine extranjero. Ya poco celebró, como había celebrado dos décadas antes, nombres ajenos como Kurosawa, Fellini o Truffaut. Las grandes corporaciones crearon y adquirieron los sellos mal llamados indies para acabar por dominar todas las esquinas de la exhibición en aquel país. Harvey Weinstein fue el epítome de esa prepotencia disfrazada de alternativa, con su dominio escandaloso de los premios Oscar y los Globos de Oro. En el festival de Sundance se citaba un público especial, muchos se tomaban una semana de vacaciones para venir a ver películas que no se parecieran a las que poblaban las pantallas de los centros comerciales de los suburbios en que vivían. Incluso se utilizaba una sinagoga como sala de proyección donde al acabar se tomaba un vino y se discutía la película. Me regalaron un anorak para los días de frío que aún conservo y que me hace acordar con cariño del protagonista de Las aventuras de Jeremiah Johnson y El valle del fugitivo. Un tipo que fue guapo por dentro y por fuera.
A Claudia Cardinale la conocí en persona gracias a mi hermano Fernando, que le dio un papel en una de sus películas. Era ya una anciana, pero alegre e inteligente como esas presencias que embellecen el rincón que ocupan. Esa es una de las mejores contribuciones al planeta. Era dueña de una impresionante belleza, Ocho y medio o El gatopardo sirven de muestra. Una brutal biografía de emigrante, con un hijo fruto de una violación a los 17 que presentó durante años como su hermano pequeño, le daba autoridad para ser una voz feminista y comprometida. Hay relevos para sus figuras en el cine, pero costará igualar su significación, su afán de mejora, su generosidad tras alcanzar el éxito y su empeño porque el mundo fuera un poco menos abominable. Si fuéramos una especie seria, nuestros suplementos económicos y nuestras cabeceras de noticias llevarían una semana preguntándose por cómo vamos a compensar este déficit. Tanta horterada cruel precisa de un contraste hermoso que la ponga en evidencia.
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