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El debate
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El debate | ¿Sirve para algo boicotear a un país?

Las distintas reacciones de los Estados y las instituciones internacionales ante las agresiones de Rusia o Israel han puesto de nuevo sobre la mesa la eficacia, los riesgos y los límites de este medio de presión y aislamiento

Protestas este viernes 9 de mayo en Dublín llamando al boicot de Eurovisión por permitir la participación de Israel en el concurso.

La invasión a gran escala de Ucrania ordenada por el ruso Vladímir Putin y la matanza de civiles en Gaza bajo el Gobierno israelí de Benjamín Netanyahu han desencadenado una ola mundial de indignación. Numerosos gobiernos e instituciones internacionales están respaldando con medidas de diferente intensidad las protestas ciudadanas que les piden que actúen contra estas agresiones y en defensa de los derechos humanos. Esto ha vuelto a generar un debate sobre si el boicot a un país es útil para acabar con los abusos de sus gobiernos. Los expertos Ignacio Molina y Esteban Beltrán analizan la cuestión desde dos visiones diferentes.


Gestos para lavar la conciencia

Ignacio Molina

España ocupa un lugar destacado en la historia de los boicoteos institucionales a regímenes deplorables. Fue pionera en 1936, cuando la II República decidió en solitario no participar en los Juegos Olímpicos de Berlín, con Hitler en el palco. A su vez, la condena de Naciones Unidas a Franco tras la Segunda Guerra Mundial —incluyendo la retirada de embajadores y la exclusión del Plan Marshall— se convertiría en el primer gran repudio internacional concertado. También se inauguró aquí la práctica de aprovechar Eurovisión como plataforma de crítica política, pues Austria no envió cantante al concurso celebrado en Madrid en 1969. Pero la dictadura no fue solo objeto sino también sujeto de acciones de protesta en el contexto de Guerra Fría: tras la intervención soviética en Hungría, el gobierno franquista impidió a los deportistas nacionales competir con los de la URSS en las Olimpiadas de Melbourne de 1956 y en la primera Eurocopa de fútbol, en 1960.

Ese protagonismo, activo y pasivo, hace de España buen lugar desde el que analizar los pros y contras de estas prácticas de rechazo oficial. No es fácil determinar su eficacia ni, en el caso de que dañen a su destinatario, si sufre mád el responsable de las fechorías o las poblaciones civiles que poco pueden hacer para evitarlas. Hay cierto consenso de que estigmatizar a la Sudáfrica racista contribuyó al fin del apartheid, pero —más allá del impacto que sí pueden tener las restricciones comerciales, el aislamiento político bien diseñado y las sanciones individuales— las acciones puramente simbólicas pueden incluso victimizar, enrocar y fortalecer al gobernante a quien se desea golpear. En muchos casos, se trata de medidas más destinadas a satisfacer la buena conciencia o los cálculos domésticos de quien las impulsa que a incidir en la conducta de su destinatario exterior. Seguramente así ocurrió en los precedentes españoles arriba citados.

Las iniciativas de boicot a Rusia e Israel merecen comprensión, considerando el insoportable sufrimiento humano y el enorme perjuicio a la paz internacional que están cometiendo en Ucrania y Palestina. Pero también proporcionan evidencia sobre sus límites y contraindicaciones; especialmente cuando son los gobiernos quienes las promueven. El mismo hecho de que estas dos agresiones sean simultáneas ayuda a mostrar su principal debilidad: los dobles raseros. Quienes postulan presionar a un agresor no siempre tienen la misma vehemencia con el otro. Incluso España, que ha sido coherente en la condena a Putin y Netanyahu, evitó apoyar el boicot diplomático que sí realizaron otras democracias occidentales a los Juegos de Invierno de Pekín en 2022 por las violaciones de derechos humanos contra los uigures. Y no hace falta ir tan lejos para descubrir que los intereses y circunstancias particulares mandan sobre la justicia universal. Cierto, es política y no un imperativo categórico kantiano, pero al menos manténgase a raya la autocomplacencia moral.

Otro problema de los boicots mal delimitados es su tendencia al exceso. Parece legítimo protestar contra un equipo ciclista o un músico que se alinea con una autoridad reprobable, pero no lo es tanto si se incurre en violencia o se cancela a quien no se considera suficientemente beligerante. Hace poco se suspendió en Bélgica un concierto de la Filarmónica de Múnich porque su director israelí, aunque distanciado de su gobierno, no lo estaba del todo a juicio de los organizadores. Y otro festival en Cardiff retiró del programa la Obertura 1812 —con la paradoja de ser una composición antiimperialista— para no ofender a los ucranianos nacidos siglo y medio después de que muriera Tchaikovsky.

Eso no significa que no se pueda reaccionar a los matones también en el ámbito deportivo o cultural, pero siempre con fineza. En el caso de Israel, considerando que sí tiene opinión pública democrática y que el pasado europeo está manchado de antisemitismo, tal vez resulte más eficaz interpelarles que castigar sin más. Parece lo mismo expulsarles de Eurovisión o de la UEFA que dejarles de invitar por deshonrar su propia memoria y olvidar los valores que hasta hace poco creíamos compartir. Pero lo segundo les resultará mayor castigo: son ellos los que nos han abandonado.


Mano dura con Putin, negocios con Netanyahu

Esteban Beltrán

Los individuos que cometen crímenes contra la humanidad deben ser aislados de la humanidad. Nada favorece tanto la impunidad como que todo continúe igual tras atentar contra su propio pueblo o contra otro; que se sigan manteniendo relaciones económicas, diplomáticas o deportivas sin que parezca que nada haya ocurrido. Aislar al Gobierno culpable de crímenes atroces es el mejor camino para mostrar voluntad política de defensa de los derechos humanos, y las sanciones son la mejor forma de boicot institucional contra las políticas criminales.

La agresión de Rusia contra Ucrania comenzó el 24 de febrero de 2022, y ha sido un ejemplo de determinación en la aplicación de las sanciones como boicot. Ya el 23 de febrero, un día antes, la Unión Europea aprobó su primer paquete de sanciones contra miembros de la Duma y oligarcas, restricciones económicas a Donetsk y Luhansk, y limitaciones al acceso ruso a mercados financieros.

Desde entonces, y sin contar las sanciones de 2014 por la invasión a Crimea, la UE ha adoptado 18 paquetes de sanciones contra Rusia. Afectan a la banca, energía, transporte, medios, exportaciones, visados, aerolíneas y bienes de personas ligadas al Gobierno, incluidos activos de ministros y oligarcas.

Lo contrario, hasta ahora, al boicot institucional, es Israel. ¿Cuántas sanciones ha impuesto la UE a Israel después del bloqueo de Gaza en 2007? Ninguna. ¿Y tras el dictamen del Tribunal Internacional de Justicia que declaró ilegal la ocupación del territorio palestino? Ninguna. ¿Y tras advertir el Tribunal del riesgo de genocidio en Gaza ? Ninguna. ¿Y cuando la ONU declaró la hambruna en la Franja? Nada, salvo sanciones individuales a colonos. Solo recientemente la Comisión Europea decidió revisar parcialmente el acuerdo financiero con Israel.

Mientras tanto, el Gobierno de Netanyahu, envalentonado por la inacción y la complicidad, ha cruzado todas las línea rojas contra los derechos humanos, desde al apartheid y la ocupación hasta el genocidio sobre el pueblo palestino.

¿Y Europa, qué? Nuestros gobernantes siguen pronunciando discursos sobre derechos humanos, pero los dejan vacíos al no traducirse en acciones concretas. En julio de 2024, la UE reconoció violaciones israelíes del Acuerdo UE-Israel y barajó hasta 10 opciones de sanción. ¿La decisión? Business as usual. El boicot, ni se nombra.

Ante este panorama, ¿cómo se revierte la situación? Necesitamos movilización ciudadana como hubo recientemente en España contra el sportwashing con el que Israel trata de proyectar normalidad; apoyo a la sociedad israelí contraria a políticas de Netanyahu, y gobiernos capaces de aislar al de Israel. Si no hay consenso en la UE, que lo hagan unilateralmente, como ya han hecho España, Irlanda, Eslovenia, Bélgica y Países Bajos en los últimos meses.

Nada puede ser normal después de un genocidio. Es imprescindible un embargo de armas e impedir el tránsito de material militar a Israel; prohibir el comercio e inversiones en territorios ocupados palestinos (TPO); bloquear las inversiones en bancos y empresas que colaboran con la ocupación, el apartheid o el genocidio; y sancionar a autoridades como Netanyahu, con orden de arresto de la CPI. Hay que lograr, también, que las empresas sean incorporadas a las sanciones o al boicot institucional como sugiere la relatora Especial de Naciones Unidas en su último informe y como ha reiterado Amnistía Internacional en su último informe. Son actores imprescindibles que se benefician del genocidio, la ocupación o el apartheid. Y también debemos proteger a la Corte Penal Internacional ante los ataques de países como Estados Unidos, promoviendo el llamado “sistema de bloqueo”.

La medida de mayor impacto sería suspender el Acuerdo Comercial. La UE es el principal socio de Israel, con un comercio de 42,6 billones de euros en bienes en 2024 y 25,6 billones en servicios en 2023.

Europa ya sancionó a Rusia tras la muerte en prisión del opositor Navalny. ¿Por qué no a Israel? Hay boicots institucionales que aíslan y funcionan, aunque siempre se llega tarde, después de más de 65.000 palestinos muertos, 18.000 niños y niñas entre ellos.

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