El debate | ¿Es acertado el pacto de Estado contra la emergencia climática?
Los incendios de este verano o la dana de Valencia han demostrado que el debate político sobre las responsabilidades se impone al debate técnico. No está claro que el pacto que ofrece el Gobierno sea una solución a la altura del desafío

En medio de la oleada de incendios sin precedentes de este verano, el presidente del Gobierno planteó la necesidad de negociar un pacto de Estado con el fin de que España se pertreche para afrontar la emergencia climática. La propuesta del Ejecutivo planteaba diez compromisos iniciales sobre prevención de incendios, gestión del agua, adaptación urbana al calor, fortalecimiento de medios de emergencias y la creación de una Agencia Estatal de Protección Civil y Emergencias.
Para Eva Saldaña, directora de Greenpeace España, el documento contiene compromisos importantes pero pone el acento en la necesidad de que se acompañe de medidas presupuestarias y un compromiso de toda la sociedad que lo mantenga vivo. Andreu Escrivà, ambientólogo, es mucho más duro con el documento y lamenta la oportunidad perdida.
Un contrato social para sobrevivir al siglo XXI
Eva Saldaña Buenache
El cambio climático ya no es una amenaza futura: se ha convertido en una realidad cotidiana que golpea con la fuerza de una sequía histórica, un incendio incontrolable o una dana devastadora. Ante esta evidencia, la propuesta de un pacto de Estado contra la emergencia climática no es sólo una necesidad política, sino un imperativo existencial. Un acuerdo que, para ser eficaz, debe trascender las legislaturas y el ruido partidista, porque lo que está en juego es la vida y el bienestar de las generaciones presentes y futuras.
En la base de cualquier acuerdo de esta magnitud debe estar la ciencia. No hay colores políticos cuando el consenso científico nos ofrece diagnósticos claros y plazos incuestionables. Este pacto debe ser el vehículo para traducir esa evidencia en acuerdos valientes, coherentes, concretos y sostenidos en el tiempo. Aunque su éxito residirá en la capacidad de involucrar a la sociedad con una participación que movilice e ilusione a la ciudadanía.
La propuesta del Gobierno contiene líneas de trabajo imprescindibles. Es un acierto histórico plantear la dotación de recursos económicos permanentes no sólo a reconstruir tras el desastre, sino a prevenir y adaptar nuestros territorios. Celebramos también el compromiso de una coordinación real y con decisión compartida entre todas las administraciones, poniendo fin a la dispersión de esfuerzos. Así como el reconocimiento del papel clave del sector primario, la primera línea de defensa y parte indispensable de la solución. Finalmente, el impulso decidido a la transición ecológica y la voluntad de aumentar la ambición climática en la Unión Europea demuestran una correcta comprensión de la escala del desafío.
Pero un pacto de esta envergadura no puede permitirse puntos ciegos. Se echa en falta mayor énfasis en la mitigación. Además de incendios, danas y olas de calor, la subida del nivel del mar o la pérdida de los glaciares nos hacen concluir que adaptarse es necesario, pero sin una reducción drástica y urgente de las emisiones nos condenamos a una carrera contra catástrofes cada vez peores. Resulta incomprensible la escasa consideración del papel que juegan los océanos y la biodiversidad: son nuestros mayores aliados, sumideros naturales de carbono y reguladores del clima, y su protección debe ser un eje central, no un apéndice. Y, de forma crucial, el pacto debe ser más contundente en aplicar el principio de “quien contamina paga”, estableciendo una fiscalidad ambiciosa para la industria de los combustibles fósiles, cuyos beneficios históricos se han construido sobre la desestabilización del clima que ahora padecemos.
El verdadero desafío es convertir este documento en un pacto social vivo. El éxito depende de nuestra capacidad para llevarlo a lo cotidiano, con medidas concretas, cercanas y posibles: un abono único de transporte público asequible, y eficiente, ayudas para aislar nuestras viviendas y reducir la factura de la luz, o el apoyo a mercados locales que garanticen alimentos sanos a precios justos.
En este pacto no puede tener cabida la banalización de la sostenibilidad, el greenwashing, o que se desplace la responsabilidad a los actos individuales. Debe ser un pacto para no dejar a nadie atrás, solidario con el territorio y que asegure una transición justa. Por ello, es vital que incluya un robusto sistema de ayudas económicas para facilitar la creación de nuevos modelos productivos y de consumo que no perpetúen un crecimiento imposible, sino un uso justo y democrático de los recursos. No se trata de darle un barniz a las políticas, sino de romper nuestra dependencia del crecimiento económico en sí mismo para enfocarnos en la prosperidad compartida y el cuidado de las vidas.
En definitiva, estamos ante la oportunidad de forjar entre todas un contrato social para el siglo XXI, que marque el inicio de una nueva era de responsabilidad colectiva. Nos preguntamos si la clase política estará a la altura de un compromiso de este calado, si entenderán que la historia les juzgará por su capacidad de pensar en las generaciones venideras y trascender la mirada cortoplacista del voto. ¿Serán capaces de comprometerse con un pacto para hoy que asegure el mañana? El futuro es ahora.
Una injustificable oportunidad perdida
Andreu Escrivà
La portada del Pacto de Estado Frente a la Emergencia Climática muestra un bosque de árboles que no son ibéricos, ni baleares o canarios. Es un paisaje ajeno y desconocido —probablemente de Norteamérica—. Lamentablemente, la redacción de los diez puntos que constituyen el grueso de la propuesta siguen la misma tónica. Son ideas sueltas, deshilachadas y manidas cuya articulación, tras la que se intuye la asistencia de la inteligencia artificial o una mano sorprendentemente inexperta, resulta inconcebiblemente vaga y confusa.
Los compromisos que el Gobierno ha priorizado pueden ser cuestionados de forma individual, pero se puede objetar su conjunto con una sencilla interrogación. ¿Por qué ahora? ¿Por qué se ha tenido que esperar a los gravísimos incendios forestales de este verano y a la terrible dana de 2024 para poner la emergencia climática sobre la mesa de forma tan contundente?
La realidad es que la inmensa mayoría de los temas esbozados en el pacto no deberían necesitar el paraguas mediático de la crisis climática. Es más: debemos ser capaces de tratar ciertos temas sin sacar siempre el comodín de la subida de las temperaturas y el clima extremo. No todo es culpa del cambio climático.
Lo que pasó en octubre pasado, especialmente en la Comunidad Valenciana, tiene más que ver con el urbanismo, la ordenación del territorio y una gestión negligente de las emergencias que con el calentamiento global, por mucho que la subida de las temperaturas esté detrás de la excepcionalidad de las precipitaciones de ese día. Culpabilizando de todo a la emergencia climática exoneramos a quien debe responsabilizarse de la tragedia, apartando al mismo tiempo la vista de los gravísimos problemas territoriales que hay que abordar. Lo mismo puede aplicarse a los incendios, reto multifactorial y complejísimo que no admite lecturas simplistas.
Se suma a todo ello un asunto que dificultará todavía más el acuerdo, como las iniciativas que invaden competencias o que no incorporan el trabajo previo de numerosos gobiernos autonómicos y locales. También existe un amplio corpus de normativas, planes y estrategias que, más que una reformulación, necesita de recursos y presupuesto. Puede que quiera hacerse en la fase de consulta, pero el punto de partida resulta manifiestamente mejorable.
En cuanto a las carencias, resulta significativo que el pacto se fundamente en los inapelables veredictos de la comunidad científica, pero sea incapaz de plantear un incremento de los recursos destinados a la investigación sobre cambio climático. Es igual de preocupante la total ausencia de la educación ambiental, pilar de la transformación ecosocial, sin cuya participación será infinitamente más difícil concienciar y movilizar a la sociedad. Tampoco se mencionan las recomendaciones de la Asamblea Ciudadana Para el Clima, celebrada entre 2021 y 2022, que planteó 172 medidas sobre la crisis climática y su respuesta ciudadana, empresarial e institucional con mucha más profundidad y solvencia que el documento del Gobierno.
El pacto se presenta como un ariete oportunista y sesgado, socavando las posibilidades de alimentar una conversación fructífera. No es un documento de consenso, ni tampoco es un texto rupturista, innovador o emocionante. Se queda en una peligrosa y a la vez inane tierra de nadie.
Encajonado en un estrechísimo túnel de carbono desde 2018, a causa del cual sólo es capaz de evaluar la realidad ambiental a través de las emisiones de CO₂, el Gobierno ha jugado hasta ahora todas sus cartas climáticas a la mitigación, en especial a la producción renovable. Confundido por una falsa e interesada sinonimia entre transición ecológica y energética, la desatención sistemática de la adaptación resulta patente. Un empujón descoordinado y deslavazado no conseguirá solventar la inacción de lustros. En 2005 EL PAÍS titulaba: “400 científicos prevén graves daños en España por el cambio climático”. ¿Qué ha pasado desde entonces? El Gobierno debería poder explicarlo, puesto que es el partido que ha gobernado la mayor parte de estos años. Este pacto, que representa una injustificable oportunidad perdida, no nos sirve como respuesta.
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