Abel, Jaime, Mircea
Los tres fallecidos en los incendios forestales han inscrito sus nombres en la lista de quienes se sacrificaron cumpliendo lo que creyeron su deber


Tienes que amar mucho tu tierra para salir a combatir el fuego con tus propias manos, casi sin saber cómo, pertrechado de más voluntad que medios y exponiendo el cuerpo a un peligro cierto. Hay que estar provisto de una humanidad superlativa, esa que sólo asiste a los valientes, para jugarse la vida al intentar liberar a unos caballos de las llamas. La generosidad arriesgada, la suspensión del interés propio más elemental o el reflejo sacrificial de quienes se baten —y se batieron— en una lucha desigual contra el fuego jamás deberían caer en el olvido. Por eso es imperativo recordar también sus nombres.
Abel, Jaime y Mircea murieron a causa de los incendios que asolan nuestros campos y montes. Ojalá sean los últimos. La verdad radical de una vida truncada, el dolor concreto de estas biografías agotadas dramáticamente contrasta con la miseria desde la que nuestra clase política mercadea con la tragedia. Los de siempre están dispuestos a seguir exprimiendo en clave partidista el fondo del barril de esta catástrofe, mientras la realidad, dolorosa e injusta, desenmascara tantas irresponsabilidades imposibles de perdonar. Observen la desvergüenza del ministro, el comentario cínico del consejero, la desastrosa gestión del presidente autonómico o la tardía comparecencia del ausente.
Ya es seguro que estos tres hombres no llevaron una vida cualquiera. Los demás, la mayoría, moriremos de cualquier otra causa más o menos natural o acaso en algún accidente fortuito. Pero Abel, Jaime y Mircea han inscrito sus nombres en esa lista reservada a los seres humanos que sacrificaron su vida cumpliendo con lo que creyeron un deber. Y en este caso, sin duda, se trató de un deber heroico. Murieron afirmando una suerte de excelencia: esa que nos enseña que hay cosas más importantes que nosotros mismos.
Si España fuera un país normal —y este antecedente del condicional es más que cuestionable—, Abel, Jaime y Mircea darían nombre a futuras calles, colegios o institutos. Estos tres hombres deberían ser recordados con los máximos honores civiles, y sus familias deberían estar asistidas por un Estado pródigo a la hora de reconocer a sus mejores ciudadanos. Nunca deberían haber muerto y las consecuencias de estos incendios tendrían que llenarnos de vergüenza. Sólo nos queda el homenaje de la memoria, la consagración del ejemplo y una punzada de dolor irreversible por no haber evitado lo que jamás debería haber ocurrido. Me juego las dos manos a que, ni siquiera en esto, estaremos a la altura.
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