Las despedidas perfectas
El límite de una relación está cada vez en un sitio distinto. Los caminos del desencanto son tan misteriosos para ellos como para mí


Hay personas que avisan cada vez que les molesta algo. Saben poner límites, como se dice ahora en el parlance terapéutico. Lo dicen en el momento: no hables así delante de mis hijos. O: no me pidas tantos cigarrillos. O: si te invito a cenar no es para que consumas todo el espacio y el oxígeno de la conversación. Yo no soy una de esas personas. No podría aunque quisiera, porque no disfruto del conflicto y porque casi nunca sé lo que siento hasta que estoy sola más tarde, a veces días después. Me enseñaron a gestionar las emociones sin identificarlas, y todo necesito pensarlo. Gracias a mis evidentes limitaciones, mi estrategia ha consistido en observar cada incidencia y buscarle una explicación generosa hasta que el acontecimiento presuntamente aislado se convierte en un patrón. Me gustaría decir que entonces empieza un trabajo de fina estadística y álgebra emocional, pero no sería cierto.
Yo quisiera poder calcular cuántas veces me han molestado un mal gesto y multiplicarlo por cuánto me ha dolido, en una escala del uno al diez. Después dividirlo por cuántas veces me hicieron reír o disfrutar ese día y, si la incidencia y la intensidad del maltrato es siempre superior al placer, entonces terminar la relación. No tendría mucho rigor científico. Una traición pesa más que 50 historias descacharrantes. Un comentario feo no arruina una noche mágica, pero adquiere poderes extraordinarios por acumulación. Pero sería más ordenado que lo que realmente hago: observar con creciente alarma el mal comportamiento de mis personas favoritas hasta que un día pisan la raya de no retorno, mi corazón se congela y ya no los quiero ver más.
Flagrante falta de inteligencia emocional y aún no he contado lo más feo: la raya está en un sitio distinto para cada persona y nunca sé dónde está la de cada uno. A veces alguien le grita a un animal asustado y quiero inmediatamente que se lo trague un barranco. Otras basta con pedir que me dejen sola y que no lo hagan una sola vez. Algunas relaciones han requerido una traición de proporciones bíblicas para despegar las partículas de mis afectos más profundos. Los caminos del desencanto son tan misteriosos para ellos como para mí.
El desamor es un pensamiento que atraviesa tu cabeza y lo cambia todo sin remedio. No es un acontecimiento deliberado y no se puede prevenir. Con los años me ha servido para deshacerme de algunas personas mercenarias que solo saben relacionarse de forma estratégica, vampirizando a otros para avanzar sus intereses o rellenar con autenticidad ajena los vacíos de su negro corazón. También me ha hecho deshacerme de personas increíbles que no se lo merecían y a las que no echo de menos porque el desamor es así.
Curiosamente, aquellos que se aprovechan de tu generosidad hasta agotarla son los que más se sorprenden cuando sucede. Piensan que pueden reconquistarte porque creen que conseguir afecto es una prueba de su astucia y de la debilidad de los demás. No se creen tu cariño y por eso no saben tenerlo ni dejarlo ir. Los amantes genuinos se despiden sin solemnidad y con la certeza de haber compartido lo mejor de sí mismos. Después sacan las cartas de amor de los estantes, las fotos, las notas desesperadas y se sientan a celebrar el resto de su vida sin despecho y sin mirar atrás.
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