El cisne naranja
El capitalismo suele explotar las catástrofes para librarse de viejas construcciones sociales. Y esta vez, con el huracán Trump le toca el turno al orden geoeconómico internacional


Un cisne negro es un acontecimiento altamente improbable y con capacidad para poner el mundo patas arriba. Casi todos los catalogados como cisnes negros son en realidad cisnes grises, sucesos predecibles e impensables a la vez: la pandemia de la covid lo fue, según el dictamen de los científicos, y también lo fue la Gran Recesión tras décadas de desregulación y excesos financieros. Trump inaugura una nueva categoría, la del cisne naranja, impredecible y disparatado, destructivo y confuso, un vendaval de incertidumbre, ira y caos protagonizado por una suerte de villano cinematográfico al que han votado casi 80 millones de almas. Una película, decía Hitchcock, será todo lo buena que sea su villano. El trumpismo está protagonizado por un delincuente de aventuras financieras metido a presidente, y después a golpista, y de nuevo a presidente empeñado en sacudir el tablero a porrazos. Trump ganó diciendo que EE UU es el gran perdedor de la americanización del mundo, por las penurias de los blancos de clase media venidos a menos y por la emergencia de China. Ese excéntrico discurso de victimización hizo fortuna. Para amantes de las metáforas eficaces, este es un caso de que viene el lobo; Trump lleva años diciendo que iba a hacer exactamente lo que está haciendo y nadie terminaba de creérselo. Según la doctrina del shock que inspira todo ese movimiento, el capitalismo suele explotar las catástrofes para librarse de viejas construcciones sociales, y esta vez le toca el turno al orden geoeconómico internacional, camino de ser destruido por la guerra comercial. Un cisne naranja, que esconde bajo las aguas unas patas de monstruo. El lobo del cuento está aquí.
El presidente de EE UU pretende usar una única flecha, los aranceles, para acertar en múltiples dianas. Tiene el objetivo de reducir su multimillonario déficit comercial. Quiere reindustrializar —“rejuvenecer”, dice el autoproclamado Hemingway de los 140 caracteres— Estados Unidos. Pretende recaudar miles de millones para no tener que subir los impuestos. Busca una devaluación del dólar sin que suban los tipos de interés y sin perder el estatus de divisa de referencia, la cuadratura del círculo. Y cuenta con todo tipo de excusas para chantajear: ha puesto sobre la mesa de negociación el fentanilo, la migración, el control de fronteras, Groenlandia, Panamá. La espiral arancelaria va a provocar graves lesiones económicas —recesión, inflación y demás— aunque Trump se haya reído de ese marco teórico con su poético “besadme el culo”. Al cabo, los aranceles, con esa extraña mezcla de neoliberalismo y proteccionismo, son la narrativa económica más eficiente para convencer a su gente de que el presidente les va a defender, según el capítulo económico del manual del buen populista anarcoliberal. Los mercados podrán decir muchas cosas, pero el resentimiento social de los perdedores es parte sustantiva de la base electoral de Trump, y ese relato económico suena como un concierto de Metallica en esa suma de miedos y odios heavy metal entre los que se alza el guitarreo trumpista.
Las semillas políticas de la ira están arraigando. Pero las consecuencias económicas también echan raíces. Con la guerra comercial ha acabado sucediendo lo que tenía que suceder: una crisis autoinfligida y, tras ella, presiones en el entorno del presidente, presiones por parte de los capitanes de empresa y presiones del Partido Republicano. Una sacudida formidable de las Bolsas y otra en el mercado de deuda y el dólar —palabras mayores— le han obligado a corregirse. En los últimos días, Trump se ha centrado en su verdadero objetivo, la lucha por la hegemonía global con China; para el resto del mundo ha apretado el botón de pausa. Con ese giro pierde influencia Peter Navarro, el presunto ideólogo de la guerra arancelaria, y sube la cotización del secretario del Tesoro, Scott Bessent, más proclive a tratar de reequilibrar la economía global a través del dólar.
El euro se ha encaramado así por encima de los 1,1 dólares por unidad. Eso supone una revalorización del 10%, que equivale a una subida arancelaria del 10%, nada menos. La retirada parcial de Trump incluye, por tanto, el uso del dólar como arma táctica: la escalada arancelaria se está metamorfoseando en guerra de divisas. Termina la fase aguda de la guerra comercial y empieza la fase monetaria, con los tipos de cambio como uno de sus alfiles. O como uno de sus delanteros: Trump entiende la política como un partido de fútbol —o de rugby—, en el que sus votantes no son ciudadanos sino hooligans.
La devaluación del dólar está en marcha, pero la jugada no está saliendo tal como pretendía Trump. Hay una huida al galope de los activos estadounidenses por la pérdida de confianza. Y hay una subida de los intereses de la deuda, de nuevo por la pérdida de confianza. EE UU está sufriendo en sus propias carnes una de esas crisis de los emergentes tan de los años ochenta. “La combinación de una guerra comercial innecesaria y la tendencia negativa en la gobernanza económica de Estados Unidos están erosionando la confianza y van a reducir el atractivo de EE UU para los inversores. Está en peligro la excepcionalidad del dólar”, avisa el banco Goldman Sachs. El famoso “privilegio exorbitante” se difumina.
¿Qué puede salir mal? La estrategia trumpista es perdedora: Trump tiene menos margen que China, que lleva años preparándose para este momento y tiene el resto de mercados mundiales tan abiertos o cerrados como siempre. La batalla China-EE UU es una lucha encarnizada por el poder, ya no lo es por una visión el mundo: cada vez es más probable que otros países —los europeos, sin ir más lejos— abandonen alianzas históricas por matrimonios de conveniencia. Ese temor se ha instalado ya entre los asesores de Trump. En EE UU, desde la guerra civil las monedas exhiben la leyenda In God We Trust (traducción bastarda: confiamos en Dios); la confianza es fundamental para sostener el valor de una divisa y, por ende, de una economía. Esa confianza está en serio peligro. La máquina de novelar que es el trumpismo aspira a que, a pesar de las derrotas que acumula, haya un giro de guion: la intervención de los bancos centrales, con la economía global de nuevo al filo de la navaja. El BCE va a abrir fuego este jueves; la Reserva Federal no tardará en empezar a disparar. Y sin embargo a lo máximo que pueden aspirar el BCE y la Fed es a tratar de suavizar las profundas heridas de una política comercial incoherente, impredecible y destructiva.
Con permiso de la magia de los banqueros centrales, hay un puñado de certezas acerca del escenario que viene. El nivel arancelario va a ser más alto que en la era previa a Trump. La economía estadounidense, y la global, van a salir lastimadas. EE UU y China están jugando ya una mano que parece decisiva sobre la hegemonía mundial, y Washington tiene peores cartas. Y los niveles de incertidumbre van a seguir muy, muy altos durante mucho, mucho tiempo. Al final de ese viacrucis hay varias puertas, varias salidas posibles. Una: puede que la sacudida de los mercados y las presiones acaben embridando el trumpismo desbocado de los dos últimos meses con ayuda de los bancos centrales, aunque parece complicado devolver el genio al interior de la lámpara. Dos: puede que la ruptura de las cadenas de valor acabe provocando quiebras en el sector industrial de EE UU y que esas quiebras terminen afectando a los bancos; una crisis financiera en el horizonte. Y tres: puede que los escarceos en el mercado de deuda, que tienen su correlato en el declive del dólar, se intensifiquen; otra crisis financiera, tal vez más preocupante. El siglo americano toca a su fin y el hegemón benevolente que ha sido Estados Unidos durante décadas está dejando de serlo. Los riesgos están en máximos. Los cambios de era no suelen ser pacíficos. Y aun así, “donde hay peligro nace lo que nos salva”, dice un verso de Hölderlin. Habrá que pedirle imaginación a los guionistas de Hollywood para que la película sobre el cisne anaranjado no termine rematadamente mal. Al cabo, la historia es una incesante central creativa. Y siempre nos quedará Paul Auster: “Parecía que el mundo estaba a punto de acabarse, pero no se acabó”.
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