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La destrucción de la OTAN

La conducta de Trump consuma la ruptura del artículo 2 de la Alianza, que consagra el desarrollo de relaciones pacíficas, amistosas y colaborativas con los socios

El vicepresidente de EE UU, JD Vance, y su esposa, Usha Vance, posan durante un paseo por la base espacial estadounidense en Groenlandia, este viernes.
Xavier Vidal-Folch

La destrucción de la Alianza Atlántica ha empezado. No es aún el propósito explícito de Donald Trump. Aunque sí el corolario de su conducta. Durante dos meses se ha empeñado inequívocamente en romper con sus principios. Antes que el artículo 5 del Tratado de Washington que consagra la defensa mutua de los socios de la OTAN —versión moderna del todos para uno y uno para todos, en caso de agresión externa— figura otro básico, el 2. Reza este que las partes “contribuirán al desarrollo de las relaciones pacíficas y amistosas”; que “tratarán de eliminar cualquier conflicto en sus políticas económicas internacionales” y que “estimularán la colaboración económica” horizontal.

Eso es exactamente lo que viola el nuevo presidente de EE UU, y de modo sistemático. Los anuncios de aranceles ilegales, intempestivos y caprichosos; la retirada del Acuerdo climático de París; el perjurio sobre la armonización impositiva de un 15% mínimo a las grandes multinacionales pactado en la OCDE; el bisbiseo del boicot financiero a la Organización Mundial de Comercio (que arbitra las disputas arancelarias), y a todo el sistema multilateral erigido por los EE UU liberales junto a sus socios europeos desde 1945… Todo eso suscita, en vez de eliminar, conflictos en las “políticas económicas” de los amigos, y resquebraja sus vínculos en vez de estimular su “colaboración económica”.

Esa blitzkrieg, otra guerra relámpago sazonada de hechos consumados, anuncios brutales, amenazas a los amigos y ordinarieces, ya rige contra sus mejores vecinos, México y Canadá. Y se injerta de guerra política, de explícito intento anexionista a países soberanos: el apoderamiento de Canadá, y de la isla danesa de Groenlandia. Por las buenas o por la (insinuada) fuerza. Es la quiebra del artículo 5 que sustenta la defensa mutua, columna vertebral de la OTAN. Ni siquiera no defender al amigo atacado. Sino propugnar su invasión.

El nuevo mandatario canadiense, Mark Carney, la ha definido sin tapujos como una “traición”, un plante unilateral que ha “acabado” con la vieja relación entre ambos países. Y culminó esta semana en la tabernaria visita del vicepresidente Vance a su base militar en Groenlandia; ofendió a los daneses por no haber “mantenido el ritmo en el gasto militar”, y a los europeos porque “no han hecho un buen trabajo”. Pero ¿en nombre de qué parlotea este individuo? El ascenso vertiginoso del contundente Carney como candidato ante unas elecciones inminentes y la unanimidad groenlandesa contra el imperalismo trumpista reconfortan: su poder ni es total ni irreversible.

Mientras, fragua en el interior de la OTAN el impulso para reemplazarla a medio plazo por una OTAN-2, a definir. Una transición delicada y difícil, porque requerirá algún acuerdo y apoyo transitorio de Washington que coadyuve a conjurar un ataque aún más directo, el del Kremlin que mantiene invadida (la proeuropea) Ucrania.

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