_
_
_
_
RED DE REDES
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Por qué hay que llevar reloj

Sacar el móvil del bolsillo supone un riesgo innecesario: podríamos cometer el error de leer un tuit de Trump

Reloj de sol en Derry (Irlanda del Norte).
Reloj de sol en Derry (Irlanda del Norte).Andrew Holt (Getty)
Jaime Rubio Hancock

La pregunta puede parecer simplona, pero es muy buena: un tuitero británico, @TWsufc, se preguntaba el pasado domingo cómo se despertaba la gente antes de que se inventaran las alarmas. Su mensaje se ha compartido más de 13.000 veces y suma más de 5.000 respuestas. Como siempre, algunas van en serio (el Sol), otras en broma (la ansiedad) y algunas ambas cosas a la vez (¿has oído hablar del Sol?).

La pregunta muestra cómo ha cambiado nuestra concepción del tiempo. Durante gran parte de la historia simplemente nos despertaba la luz del Sol (o el gallo del vecino o quizás solo el vecino, tuviera gallo o no, porque siempre hay un vecino que hace ruido). Desde la civilización grecolatina y durante la Edad Media contábamos con relojes solares y con clepsidras, que se basan en lo que tarda el agua en caer de una vasija a otra, además de las campanadas de la iglesia, que “marcaban los momentos de los oficios a los que asistía el clero, especialmente los monjes”, como explica Robert Fossier en Gente de la Edad Media. Estas horas canónicas comenzaban con la prima, al inicio del día (las seis de la mañana, más o menos), y se sucedían cada tres horas.

También se usaban velas: una vela corriente dura unas cuatro horas. En ocasiones, se les fijaban pequeños clavos para dividirla. Cuando la cera se consume y cae el clavo, se sabe que ha pasado una cantidad determinada de tiempo. Y el ruido, como recuerdan algunas de las respuestas al tuit, también podía funcionar como alarma.

Los relojes empiezan a llegar a torres y campanarios a partir del siglo XIV. Hasta entonces, si hacía falta quedar con alguien, lo normal era hacerlo al amanecer o guiarse por las campanadas. La mayor parte de la actividad, como la agricultura, simplemente se guiaba por el Sol.

La necesidad de los horarios estrictos llega con el comercio, con la revolución industrial y sus fábricas, y, sobre todo, con los trenes. El ferrocarril tiene que pasar a una hora determinada (aunque luego se retrase) y además tiene que ser la misma hora en una extensión geográfica amplia. Hasta entonces, lo normal era que los relojes de cada localidad siguieran el tiempo solar, pero para organizar los trenes de un país no pueden ser las 9.05 en Barcelona, las 8.50 en Zaragoza y las 8.40 en Madrid, porque los horarios serían un caos. Es en esta época cuando los países establecen una hora oficial, como hace España en 1901.

Los relojes seguían siendo caros y poca gente se podía permitir uno. Su precio se abarata con la llegada del cuarzo en los años setenta y ochenta, y la precisión total llega con los móviles, que van siempre en hora, tienen todas las alarmas que queramos y ni siquiera hace falta adelantarlos o retrasarlos con el cambio horario de cada seis meses. Y aun así llegamos tarde, porque siempre podemos enviar un mensaje en el que aseguramos que estamos “de camino”, aunque sigamos en pijama.

Cada vez resulta menos frecuente llevar reloj, sea de cuarzo o mecánico, pero es algo que recomiendo y no solo porque sean bonitos. El reloj es un arma defensiva: si llevamos uno y queremos saber la hora, no hace falta que saquemos el móvil. Porque si sacamos el móvil no solo miraremos qué hora es, sino que entraremos en X o en Bluesky o en cualquier otra red, y allí nos vamos a encontrar, da igual la hora que sea, con otra estupidez de Donald Trump.

Del tiempo del Sol pasamos al tiempo de los campanarios y luego al del ferrocarril y luego al de los relojes de pulsera y ahora estamos en el tiempo de las redes sociales, que es el antitiempo, porque uno sabe cuándo saca el móvil del bolsillo, pero no cuándo lo guarda. Y ese tiempo lo ocupa y lo maneja a su antojo el presidente de Estados Unidos con su diluvio de amenazas, disparates, mentiras, incongruencias y, por algún motivo que se me escapa, loas a Putin.

Por eso viene bien un reloj. Porque si queremos hacer frente a ese muro de contenido diseñado para sobrepasarnos y para que no podamos pensar qué debemos hacer y cómo queremos que sea nuestro futuro, conviene recuperar nuestro tiempo y no actuar como si cada declaración de Trump fuese una alarma.


Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Jaime Rubio Hancock
Redactor en Ideas y columnista en Red de redes. Antes fue el editor de boletines, ayudó a lanzar EL PAÍS Exprés y pasó por Verne, donde escribió sobre redes sociales, filosofía y humor. Estudió Periodismo y Humanidades, y es autor de los ensayos '¿Está bien pegar a un nazi?' y 'El gran libro del humor español', y de la novela 'El informe Penkse'.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_