Las vacaciones y los hijos
¿Los padres y madres deberían tener prioridad a la hora de elegir las vacaciones respecto a las personas sin hijos?
Si usted es un partisano moderno no se habrá enterado porque ya habrá migrado a alguna otra red social controlada por un multimillonario. Pero el caso es que esta semana, en X tuvo lugar uno de esos debates a los que todos nos hemos enfrentado en la calle pero que rara vez vemos en los medios: si, en las empresas, los padres y madres deberían tener prioridad a la hora de elegir las vacaciones respecto a las personas sin hijos.
La liebre saltó por un tuit que decía lo siguiente: “Que alguien me explique por qué en el trabajo tengo que priorizar la vida familiar/personal de alguien que tiene hijos a la mía. ¿O es que nuestra vida personal vale menos?”. Y mucha gente se lo explicó. Bastaba con “sí, vuestra vida personal vale menos que la de una persona que cuida a otra que depende de ella, ya sea un hijo, un padre o un marido enfermo, porque cuidar está por encima de producir, consumir y de casi cualquier cosa que puedas hacer con tu tiempo”. Pero algunos se tomaron la molestia de darle argumentos más elaborados.
He trabajado en dos redacciones muy distintas: la de Telva, la más conservadora de las revistas femeninas, y la de Vice, durante años faro guía de la Internacional Progresista. En ambas he tenido este debate y en ambas he comprobado que los defensores de que las personas sin hijos no deberían dejar que las que sí los tienen elijan prioritariamente sus vacaciones tienen dos argumentos.
El primero es que tener prole es una decisión individual, y quien la tome tiene que apechugar con ello, una premisa propia de quien piensa que el mundo empieza y acaba con él. Tener hijos es una decisión individual, pero trasciende al individuo. Nadie piensa, cuando coge a su hijo en brazos por vez primera, que será el contribuyente que mañana nos pague las pensiones, ni el enfermero que nos ponga la vía, ni el estudiante que nos alquile el piso cuando nos vayamos a la residencia. Pero así será. Se tienen hijos para quererlos, pero también para legarles el habla, los valores o la fe de sus ancestros. Para que los chascarrillos populares y El Quijote sigan vivos, para que siga habiendo quienes recuerden a Santa Teresa o a Durruti.
El segundo argumento de quienes, no teniendo hijos, quieren elegir las vacaciones en igualdad de condiciones respecto a los padres, es que su tiempo y cómo lo invierten tiene el mismo valor que el de los padres. Claro que sí. Tu viaje a hacer buceo a Tailandia, tus clases de cerámica y tus cañas con los colegas son equiparables al mes en el que un hijo tiene que hacerse cargo de su madre dependiente, o a los 15 días en los que un padre divorciado puede estar con sus críos. Decidir no tener hijos e invertir la vida en otros menesteres es perfectamente válido, pero no es homologable a tenerlos.
La dificultad de este debate es que apela a algo que ya no valoramos, que ya no concebimos, siquiera. A algo que está entre el Estado y el individuo y más allá de la empresa: la comunidad. El mejor argumento que he encontrado para este embrollo apela a ella como unidad de sentido más allá del tiempo. Se lo leí a Pedro Herrero: “Todos los días de su vida, desde el día que naciste a la última noche que estuviste enfermo, tus padres escogieron cuidarte y protegerte hasta que pudiste hacerlo tú. Y, aunque nada pueda reconocer en justicia ese esfuerzo, les dejamos elegir primero los días de vacaciones”. Porque no todos tenemos hijos, pero sí que hemos sido niños. Y sabemos lo que significaba pasar ―o no― tiempo con ellos.
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