La segunda revolución de los mayores
Hay que incorporar una nueva categoría en la conciencia social, una suerte de segunda edad adulta en la que la actividad se alíe a otro horizonte aspiracional
¡Pausemos un poco ya —aunque sea por un rato— la avalancha de tantos manuales con recomendaciones para llegar a los cien años! Ya es hora de preguntarse, además, cómo añadir sentidos divertidos que enriquezcan ese bonus track etario dedicado a los nuevos mayorcitos saludables, para que, sin renunciar a su cuota de ocio, descubran de qué modo sus capacidades y la experiencia acumulada los habilitan para seguir actualizándose y elegir, si quieren, propósitos novedosos que refresquen su perfil y sus metas, y así convertirse en inesperados protagonistas de una más armoniosa integración productiva con las sociedades de estos tiempos.
Desde una situación como la que se vivía en China o en India, donde los mayores, tradicionalmente, eran apreciados por su lucidez, su conocimiento o su experiencia, se ha pasado a la mirada contemporánea más inclinada a pensarlos como simples turistas o, en otro sentido, fuera de época o con un cierto atraso respecto de las novedades que la actualidad viene incorporando a una velocidad ciertamente poco fácil de acompañar. Menos motivados, poco dispuestos a cambiar o a aprender: es el estereotipo percibido con el que, a menudo, se filtra la incorporación laboral de mayores de 60, por ejemplo. La reputación profesional comienza a sufrir los efectos de la ley de los rendimientos decrecientes hasta quedar precautoriamente devaluada y, a los 65, definitivamente cancelada. Lo peor es que esto, asumido casi como una profecía autocumplida, termina debilitando la propia confianza para renovar desafíos o entrenar nuevas destrezas.
Y mientras se sostengan las actuales edades de jubilación, los afectados no tendrán otra alternativa que, en general y sujetos a sus capacidades para abastecerse con ahorros acumulados o ayudas ajenas, adecuar sus presupuestos domésticos a la baja, sin olvidar que su tiempo de “jubilación efectiva” no será menor, en promedio, de 30 años y, en la mayoría de los casos, sin proyectos de vida atractivos en el corto plazo. Tiempo este durante el cual, de mantenerse la tendencia a una progresiva disminución de la tasa de natalidad —más las postergaciones demográficas derivadas de las decisiones de las primíparas añosas—, la disponibilidad de sustento fiscal para atender las jubilaciones deberá ser afrontada, muy probablemente, por una menor masa relativa de contribuyentes activos.
El reto para reformular un paradigma sostenible para el futuro no pasa, entonces, sólo por acompañar —a los adultos mayores— con mejores condiciones de supervivencia. Estas ya las están asumiendo, aunque, por supuesto, ajustándose a las posibilidades y desequilibrios de cada rincón del planeta. La clave, dejando de lado —por un momento y deliberadamente— los desajustes financieros de la ecuación entre activos/aportantes y pasivos/jubilados de cada sistema previsional, consiste en intervenir y modificar el horizonte de expectativas vitales sociales. ¿De qué modo? Corriéndoles los límites de la frontera jubilatoria convencional y ofreciéndoles, desde una perspectiva de completamiento de la plena realización personal, un marco de posibles nuevos roles activos no subsidiarios, habilitando una nueva franja etaria convivencial apta para experiencias maduras, responsables y comprometidas.
Así como tenemos registradas las etapas de niñez, adolescencia, juventud, adultez, y luego de los 65 parecería quedar (para muchos) sólo la vejez, se impone incorporar una nueva categoría en la conciencia social: desde los 65 hasta los 75 o los 80, por ejemplo. Una suerte de segunda adultez o mayoría, en la que, con dedicación part time o normal, se incorpore —para recorrer antes o al mismo tiempo que el eventual nuevo período de recreo o descanso optativos— un nuevo horizonte aspiracional. Algo así como una consagración de las metas de realización personal, integrando, enriqueciendo y jerarquizando la experiencia, desde la incorporación de conocimiento novedoso, más el upgrade del que ya se tiene, más la estimulación de la curiosidad creativa, de los vínculos sociales y del aprovechamiento de la sabiduría acumulada.
Muchos ya lo vienen haciendo, porque no perciben una pensión o no les es suficiente, o porque, naturalmente, se sienten más atraídos por seguir disfrutando de sus actividades, apostando a una vida más placentera, antes que abandonándose a la siesta del receso jubilatorio. En los últimos 70 años, la expectativa de vida global se ha duplicado y, según datos de la ONU, entre los países más longevos es curioso destacar, por ejemplo, el caso de Japón que, con una media de 84 años, la atribuye no sólo a su dieta mediterránea y a sus sistemas de salud, sino también al hábito de mantenerse activos, incluso en sus años de edad avanzada. Laura Carstensen, investigadora en la Universidad de Stanford, se planteaba, ya hace tiempo, que la perspectiva de vivir hasta los 80, 90 o 100 años, tras haber trabajado sólo 40, hacía poco probable que los recursos acumulados en ese tiempo fueran suficientes para poder afrontar períodos jubilatorios tan prolongados: “¿Cuál es el futuro de las sociedades con la pirámide de la edad invertida?”.
Si se siguen acercando capitales a la innovación en ciencia y tecnología para resolver, de modo sostenible, los desafíos de la supervivencia y se capitalizan las fortalezas y la experiencia de los mayores, reinsertándolos en entornos y proyectos de participación activa, el mejoramiento de la calidad de vida será afortunadamente inevitable para todas las generaciones, tanto como la recuperación de equilibrios más sensatos en la gestión de los sistemas de previsión. La estrategia pasa por abrir la cabeza e inspirarse, por ejemplo, en los resultados de los experimentos que, en la Universidad de Berkeley, en los sesenta, permitieron a científicos como Marian Diamond y Mark Rosenzweig demostrar que la incorporación de experiencias basadas en un ambiente extendido, enriquecido y estimulante puede mejorar la función cerebral, la plasticidad neuronal, la aptitud cognitiva y el bienestar general. Cambiar, entonces, la percepción de los confines de la vida activa, alargando los horizontes emocionales involucrados y estimulando la diversidad de propósitos, supone también consolidar las ventajas que la neuroplasticidad puede concederle a una experiencia vital más rica, más plena y más colmada de sentido.
Haber duplicado la esperanza de vida en los últimos 70 años puede identificarse como la primera revolución de los mayores. Expandir el horizonte temporal y mantenerse activos con nuevos propósitos después de los 60 bien puede ser la segunda.
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