‘Whatever it takes’ a la francesa
El peligro no es solo Francia, es Europa, sin nadie al mando en el eje francoalemán justo cuando Trump está a punto de asomar las orejas al otro lado del Atlántico
En Europa, el futuro se presentaba mejor ayer. O anteayer: desde 2008 la sucesión de calamidades es formidable. Alemania está en crisis, en medio de una profunda crisis económica, y con un cambio de Gobierno en ciernes. Y Francia también está en crisis: la ultraderecha y la izquierda acaban de tumbar el Gobierno del conservador y eurócrata Michel Barnier, el último conejo en la chistera de ese mago fallido que es Emmanuel Macron. Lo de Alemania es preocupante, una crisis estructural, de modelo, en un país que lo fio todo a la defensa de EE UU, la energía barata de Rusia y las exportaciones a China; el legado de Merkel se tambalea. Pero al menos la cultura política alemana es sólida, y el colchón fiscal lo suficientemente mullido. Lo de Francia pinta peor. Y el responsable principal no es Barnier, sino Júpiter Macron.
Macron llegó al poder con una enmienda a la totalidad del sistema de partidos. Deshizo el centroizquierda, deshizo el centroderecha y prometió llevar a Francia por una alfombra roja hacia tiempos de libertad, igualdad y prosperidad con el toque liberal y tecnocrático de la neopolítica. Por el camino, ha metido a su país en profundos problemas fiscales. Y esa alfombra roja parece perfectamente colocada para que suceda lo impensable y Marine Le Pen nos dé por fin el susto con el que lleva avisando desde hace años.
Porque la crisis francesa no es solo una crisis francesa. Es el huevo de la serpiente de una posible crisis europea, con una marea ultra que no ha dejado de crecer tanto en Bruselas como en la política nacional: los ultras son cada vez más en la Eurocámara, y en la Comisión Europea, y hay incluso media docena de países que ya tienen el populismo de ultraderecha sentado en su Consejo de Ministros. La historia es la suma de todas aquellas cosas que hubieran podido evitarse, decía Adenauer, pero cada vez es más difícil evitar a los Le Pen continentales. Los franceses lo consiguieron casi contra pronóstico en las últimas elecciones. Pero Macron decidió ignorar olímpicamente el veredicto de las urnas, puso un Gobierno alicorto bajo la tutela de la ultraderecha y el experimento le ha durado tres meses.
A la corta se avecina una crisis en Francia, sumida en un episodio de incertidumbre política brutal. Y a la corta habrá que vigilar de cerca a los mercados, con un país sin presupuestos, con un déficit y una deuda pública abultados e incapaz de hacer el mínimo ajuste. La crisis actual es más política que financiera, aunque puede haber algún susto: sin presupuestos o con unos presupuestos prorrogados, Francia hará menos ajuste fiscal de lo que se preveía, y podría haber alguna rebaja la calificación de su deuda. Si eso ocurre, sus grandes bancos (BNP y Société Générale) podrían sufrir rebajas de sus rating, y eso puede tener algún efecto sobre la liquidez global, con efectos sobre las primas de riesgo. Sobre todo la francesa, pero también la de algún país como Italia; no es probable que España se vea afectada. Nadie espera una sacudida violenta. Pero los mercados son muy suyos.
El peligro, sin embargo, es más político que financiero. Y no es solo Francia: es Europa, sin nadie al mando en el eje francoalemán justo cuando Donald Trump está a punto de asomar las orejas al otro lado del Atlántico. Con una guerra en el vecindario, que Rusia, por cierto, va ganando. Y con un liderazgo atenazado por los miedos: miedo al inmigrante, miedo al duelo al sol entre Estados Unidos y China, miedo a las consecuencias del conflicto en Oriente Próximo; miedo, miedo, miedo. Lo más probable es que la cosa no pase a mayores: “Francia es Francia”, decía un expresidente de la Comisión Europea, y las reglas fiscales europeas van camino de nacer moribundas, porque a ver quién demonios obliga a los franceses a hacer el ajuste que les tocaría. (Francia es Francia, pero los demás no: ojo con no aprobar los presupuestos en España, por cierto; habrá más presión por ese flanco.) En Fráncfort hay una presidenta francesa, Christine Lagarde, muy capaz de traducir el Whatever it takes de Draghi en un Quoi qu’il en coûte para su querida Francia.
Puede que, en fin, todo se quede en un episodio de incertidumbre y volatilidad. Pero la figura de Macron queda muy, muy tocada. Su ceguera sume al país en una crisis inédita cuando necesita reformas urgentes para estabilizar su economía y sus finanzas públicas. Ha destruido el paisaje político francés. Ha sido completamente incapaz de hacer las reformas que prometió en campaña. Ha alimentado el resentimiento antiinmigración, y deja botando la pelota para Le Pen, a quien no ha dejado de hacer bochornosas concesiones que no le han servido de nada. Tiene al país sin Gobierno, sin presupuestos, completamente desnortado. Ha pronunciado grandes discursos, eso sí: es un estupendo narrador y escenógrafo, pero con ello solo ha conseguido que la política francesa, y quizá la europea, se parezca a una mala serie de televisión. Sus hagiógrafos se frotaban las manos hace siete años con ese experimento de la tecnocracia liberal con ecos de la banca Rothschild; la realidad es menos amable: una situación fiscal alarmante, un malestar social formidable, los dos partidos de centro desarbolados y, en el horizonte, quizá, el camino expedito para una tal Marine Le Pen, la guinda de su legado. Esa será “la batalla de Francia”: parece el título de una de las sátiras de Houllebecq, pero es un riesgo cada vez más plausible.
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