Federer y Nadal, aquellas pequeñas cosas
Se extraña del que se va no tanto sus virtudes, comunes en los demás, como sus manías inofensivas, a veces detestables, que lo convierten en único y dejan, al desaparecer, un agujero imposible de rellenar


Impresionante carga de dinamita de Roger Federer en su carta de despedida a Rafa Nadal: “Todos esos rituales. Juntar tus botellas de agua como si fueran soldados de juguete en formación, arreglarte el pelo, ajustar tu ropa interior. Todo eso con la máxima intensidad. En secreto, me encantaba todo el asunto. Porque era tan único, tan tú”. Toca Federer una de esas pequeñas cosas que consideramos parte del paisaje varios peldaños por debajo de los puntos de partido, las victorias y los trofeos: o sea, cosas que vamos a echar en falta porque de tan rutinarias ya damos por hecho. ¿Qué pensaba el tipo que estaba al otro lado de la red? ¿Qué pensaba el rival con el que Nadal ha hecho uno de los viajes más impresionantes de la historia del deporte, un viaje de casi 20 años que empezó con el español saliendo a la pista (“había oído hablar de ti”) en Miami “con tu camiseta roja sin mangas, mostrando esos bíceps”, y que acabó con los dos en Londres sentados uno junto al otro, llorando agarrados de la mano? ¿Qué pensaba Federer en medio del partido, con las pulsaciones disparadas, cuando en el cambio de pista Nadal ordenaba sus botellas y antes de sacar se tiraba del calzoncillo, se colocaba el pelo detrás de la oreja, se soplaba la mano y se la llevaba a la frente? Lo ha contado en esa carta. Le encantaba secretamente: reconocía en esas manías pequeñas, en esas grandes supersticiones, la esencia de Nadal. ¿No se termina queriendo, queriendo de verdad, al tipo que te ha obligado a ser mejor tenista, a entrenar más horas, a ganar más títulos de los que, seguramente, no tendrías de no tener a tu nemésis apretándote en las canchas? Sí, uno se cree que las va a matar el tiempo o la ausencia, como cantaba Serrat, pero esas pequeñas cosas en las que reparó Federer son las mismas con las que echamos de verdad a alguien: se extraña del que se va no tanto sus virtudes, comunes en los demás, como sus manías inofensivas, a veces detestables, que lo convierten en único y dejan, al desaparecer, un agujero imposible de rellenar.
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