Lugar nuevo de la Corona
Hay dos mecanismos al nombrar a las cosas: desde abajo y desde arriba. Ambas direcciones se parecen mucho a las dos realidades de la tragedia en Valencia
En el relato de vida de muchos españoles que nacieron antes de los sesenta está la narración del asombro que sintieron la primera vez que pisaron la playa. Reconstruye Jorge Carrión en Lo viral (2020) el viaje de su madre desde el pueblo cordobés de Santaella cuando migró a Barcelona a trabajar: en un mismo día conoció la Mezquita, mientras hacía tiempo hasta que saliera el tren de Córdoba, y el mar, cuando por la tarde divisó desde su vagón la costa de Valencia. Hay una memoria adulta del mar propia de una generación que en su niñez no disfrutó de veraneos ni de jornadas domingueras asociadas al autobús o al coche propio.
En cambio, los ríos han sido realidades conocidas para toda la población española, de interior o de costa. No hay mejor previsor de un asentamiento humano que la proximidad del agua. Las sociedades buscaban ríos cerca, y su curso importaba: la fertilidad agrícola, el alimento del ganado, el ciclo que llenaba y vaciaba el pozo estaban ligados al agua que corría, el agua en que bañarse y de la que beber y vivir. Para muchas zonas dialectales del español, el agua que venía del cielo era llamada así: agua, y no lluvia, dando una continuidad lógica al agua dulce que manaba de la tierra y a la que caía de las nubes.
Muchos de los nombres de lugar nacen de la observación cotidiana del terreno con ojos humanos (alturas, colores, texturas...). En los mapas vemos que si hay agua en un territorio, la toponimia siempre la consagra. Por eso, las noticias de estos días nos enfrentaban a una tautología dramática, ya que se hablaba del desastre de las inundaciones en localidades que han convivido históricamente con cauces y juntas de ríos, y que lo mostraban en su nombre. La palabra latina balneum (baño) generó Buñol; en la comarca de Requena-Utiel, Caudete de las Fuentes deriva del latín caput aquae (cabeza de agua, punto de emanación), por lo que el agua está doblemente en la denominación de la localidad, que en su apellido hace mención directa a las fuentes. Estas se invocan también en Fuenterrobles, en la misma comarca. El topónimo Mislata se ha explicado como una posible referencia a las aguas de acequia y río mezcladas en la zona (latín misculata); la convergencia de aguas se expresa en un topónimo transparente como Siete Aguas, igual que es diáfana la mención al río en Riba-roja de Túria; el pueblo de Torrent consagra en su designación la avenida impetuosa de los arroyos... Como en todo el Levante, lo árabe se mezcla con lo latino: dentro del nombre de Chiva, la localidad que registró el máximo de lluvias durante esta trágica gota fría, está el árabe ğibb, que significa pozo, y Guadassuar, junto al río Magro, contiene la mención al árabe wadi, río. Bajo la toponimia de los lugares afectados por esta reciente desgracia siento la etimología del agua que hace siglos motivó las denominaciones de muchos de estos lugares.
Algunos nombres son muy fáciles para nuestro entendimiento lingüístico, otros han quedado ocultos por la evolución fonética de lenguas que ya no hablamos. Pero todos ellos conforman una toponimia de siglos, sedimentada en la observación del terreno, que me resulta congruente y honesta, propia de un tiempo de consumo local, de playas salvajes, de trabajo agrícola demorado, de mirar a la tierra y bautizarla atendiendo a su singularidad. No creo en el buenismo de las sociedades primitivas, pero sin duda esta toponimia vieja expresa una relación con la tierra más realista que la nuestra. Comparo estos nombres con esos otros de urbanizaciones recientes que bautizamos con una hortera obsesión enaltecedora, del tipo Lomas del Vizconde, Cumbres Turdetanas, Torre Sky Gran Vista... Me invento los ejemplos, pero saben a qué aludo: es esa toponimia publicitaria que intenta engatusar al consumidor bautizando un predio con pretenciosos nombres noveleros.
Es evidente: hay dos mecanismos en la forma de nombrar a las cosas: uno desde abajo, y otro desde arriba, y esas dos direcciones se parecen mucho a las dos realidades de esta semana aciaga para Valencia: el trabajo realista de bota de agua con que se ha sacado adelante tanta ruina estos días y el discurso huero que ha circulado desde arriba, en las declaraciones ante los micrófonos que han revelado un decepcionante choque de administraciones.
Cerca de Benetúser y Alfafar, al sur de Sedaví, existió una residencia religiosa filial del convento de la Corona de Jesús de Recoletos de San Francisco. Ese lugar, el municipio más pequeño de España, se llama oficialmente hoy Llocnou de la Corona, en español “Lugar Nuevo de la Corona”. Y viendo la dignidad con que los Reyes mantuvieron la compostura el pasado domingo durante el penoso curso de la visita a Paiporta, me pareció que ese topónimo religioso de la zona hablaba con transparencia de lo ocurrido allí. Fue un escenario nuevo para la Corona real, sin duda, un lugar alejado de los aplausos cálidos con que se suele recibir a los Reyes en inauguraciones y actos oficiales. Pero fue también un lugar nuevo en la percepción que muchos españoles tienen de la Monarquía, que con su firmeza mostró su utilidad en una democracia a la que le sobra (dicho en palabras del Rey) “intoxicación informativa” y sobre cuyo mapa la polarización política está abriendo preocupantes vías de agua.
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