Necesidad y riesgo de dar la cara
Hay un descontento difuso con todos, Rey incluido, por el sentimiento de abandono. Y puede generar rencor y rebeldía si no recibe una respuesta rápida
El orden social se ha roto. No hay autoridad que preserve la seguridad de las personas, las propiedades y los bienes públicos. Los suministros y las comunicaciones han quedado interrumpidos. Cada uno procura para sí mismo y para sus allegados, como máximo para los vecinos. La solidaridad espontánea de la gente, el pueblo, es el único recurso colectivo ante las grandes catástrofes. “Sols el poble salva al poble” dicen vecinos y voluntarios que acuden a echar una mano, eludiendo si hace falta las prohibiciones y los controles.
Es como un territorio en guerra. Asoma la ley de la selva entre los escombros y los cadáveres. La calle y los garajes huelen a moho y a muerte. Aparecen los saqueadores. La policía no llega o se ausenta. Por unos días se percibe en toda su dimensión lo que significa la ausencia del Estado, tan frecuentemente denigrado cuando los efectos de su presencia y de su acción se dan por hechos como si fueran parte de la realidad. Cuanto más tarda el auxilio de urgencia a los damnificados para aliviar el hambre y la sed, cuidar a los enfermos y a los ancianos y dar cobijo seguro a todos, más se abre la brecha entre la población y los Gobiernos responsables de ese orden que de pronto se ha quebrado.
No hay información fiable sobre nada, especialmente grave tratándose del número todavía desconocido de víctimas mortales. Es el territorio más propenso para los bulos y el alarmismo. Pueblos y barrios rodeados de barro y de barricadas de chatarra y muebles devienen burbujas de desesperación aisladas del resto del mundo. Sin una acción rápida y eficaz que restablezca una cierta normalidad, estallarán a la primera ocasión en que se sientan el instrumento de los miserables intereses y ambiciones personales o de partido, todo lo peor de la disputa por el poder a la que solemos reconocer, erróneamente, como la política.
Así ha sucedido en Paiporta, escenario de un motín popular que ha obligado a suspender la visita oficial de las autoridades de la Comunitat Valenciana, del gobierno de España y de la jefatura del Estado. No era difícil prever que el presidente valenciano, Carlos Mazón; el del Gobierno de España, Pedro Sánchez, y el rey Felipe VI serían recibidos de malos modos por millares de vecinos y voluntarios indignados. Quienes la planificaron captaron la necesidad, la perentoria presencia del Estado, de sus distintos niveles de gobierno y del propio Rey, allí donde el Estado se había ausentado durante cinco días. Quizás no captaron el nivel de riesgo, que llegó a superar los límites habituales que se permiten las máximas autoridades del país.
El Rey captó la necesidad y el riesgo, hasta el punto de permanecer embarrado en Paiporta, rodeado de vecinos, dispuesto a hablar con todos, consciente probablemente de que su figura no es tan solo la máxima, sino la última representación que sostiene el Estado en situaciones de crisis como esta. No es la primera vez en que da la cara en solitario, ante la inhibición de los gobernantes, pero probablemente saldrá engrandecida y asentada su figura como jefe de Estado y más prestigiada la institución que representa.
Hay un descontento difuso con todos, Rey incluido, por el sentimiento de abandono. Es amargo y profundo, personal y colectivo, generador de rencor y de rebeldía si no recibe rápidas respuestas satisfactorias. Pero hay otro muy concreto, que no afecta al Rey, por decisiones desacertadas que se han revelado trascendentes y responsables incluso de numerosas muertes. Fundamentalmente son dos: la desatención a las alarmas meteorológicas por parte de Mazón que dejaron a la población desprevenida y la pasividad y la tardanza en reaccionar de Sánchez. Si Alberto Núñez Feijóo hubiera estado en el cortejo, también habría recibido insultos, pero su aportación es de poco valor, pues pertenece al estricto y odioso territorio del verbalismo y de la politiquería. No tiene responsabilidad alguna sobre la prevención, sobre el socorro a los damnificados, ni sobre las causas del desastre, pero las cosas le habrían ido mejor si se hubiera callado. Napoleón aconsejaba no interrumpir al enemigo en la batalla cuando se equivocaba. Así hay que interpretar el sonoro silencio de Isabel Díaz Ayuso ante los errores de todos sus adversarios, los de dentro del partido y los del Gobierno socialista.
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