Jugar con fuego
En medio de una catástrofe, cuando se sabe que los ciudadanos nos volvemos menos tolerantes, se ha creado deliberadamente una atmósfera de desconfianza hacia la política y el Estado
La indignación se palpaba en el ambiente. ¿Era tan difícil captar ese sentimiento tan profundamente político? ¿Qué radares han fallado para pensar que los Reyes, el presidente Sánchez o Carlos Mazón podrían visitar tranquilamente las zonas devastadas por la dana? Desde luego Carlos Mazón debería habérselo pensado dos veces. Si ya era difícil ver que se quedara la culpa como prenda, en otro giro de su manifiesta torpeza lo hemos visto hoy esconderse detrás del Rey, incluso físicamente, cuando lo decente habría sido alejarse de él para no azuzar ni atraer aún más la furia de los ciudadanos.
La ventaja de los nuevos demagogos está en su olfato para descifrar y acceder a esa caja negra de las emociones y orientarlas a su conveniencia. Y luego están aquellos representantes públicos torpes o malintencionados que no se identifican con ese calificativo y, sin embargo, llevan días espoleando un discurso que busca abrir más las heridas o hacer sangrar las cicatrices. ¿Con qué propósito? Cuando se habla tan alegremente del “Estado fallido” —como si las Comunidades Autónomas no lo fueran—, ¿acaso piensan que ellos no van en el Titanic? ¿Acaso no saben que exteriorizar una desgracia así buscando culpa y castigo nos conduce al fango de la antipolítica del “todos son iguales”? Desde una insólita retórica populista llevamos días escuchando necedades del calibre “el pueblo salva al pueblo” o “España, nación sin Estado” por parte de representantes políticos de la oposición, de los que se espera profundidad y sensibilidad, y sobre todo, espíritu constructivo y remangarse para contribuir a solucionar el problema.
En medio de una catástrofe, cuando se sabe que los ciudadanos nos volvemos menos tolerantes con la disensión, se ha querido crear deliberadamente una atmósfera de desconfianza antes que buscar la motivación para cooperar. Algunos medios de comunicación han decidido adoptar la peor cara de las redes sociales, algunos opinadores con tribunas ya casi indistinguibles de los mensajes de ultraderecha hacían un llamamiento a “ahorcar” y “descuartizar” a los políticos, como si los sentimientos desprovistos de reflexión o filtro tuviesen una legitimidad propia. En lugar de apelar a una responsabilidad compartida institucional y social para mirar hacia un futuro del que debemos hacernos cargo, nos hemos encontrado con retóricas hinchadas de narcisismo, señalando culpables que sufran también como forma de compensación a nuestras desgracias. Lo que hemos visto hoy era la crónica de una reacción pública anunciada: el lenguaje de la culpa y del resentimiento acaba provocando que busquemos consuelo en el insulto y la violencia para que ese castigo sirva al menos como catarsis a nuestra indignación.
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