La guerra al desnudo
Mathias Enard se introduce en ‘Desertar’ en la cabeza, el alma, los huesos, los músculos y las entrañas de un hombre, una mujer y un asno que padecen la furia, el miedo y la destrucción
La guerra tiene muchas capas y la que sobre todo sale a la luz es la que tiene que ver con la propaganda. Es la que transmite que las guerras se libran por algo, la que subraya la grandeza de nuestros ideales frente a los del otro, la que avisa de los peligros que están por venir si triunfa el enemigo, la que celebra el patriotismo. Luego hay otra capa, la de los gestores, en la que operan los que prepararan la intendencia de los ataques, los que engrasan la maquinaria de los discursos para justificarlos, están ahí los que fabrican las armas, los que facilitan una red de corruptelas que alimenta la avaricia de los que sacan partido del desorden, los que mueven los papeles de la diplomacia y redactan las órdenes de alistamiento, etcétera. Se podría rascar un poco más hasta dar con los obreros de la destrucción, los autómatas que actúan en cuanto se les presiona el resorte del fanatismo, los gimnastas de la violencia, los entusiastas que (literalmente) se apuntan a un bombardeo. Y, ya al final, queda la guerra al desnudo y están los que simplemente la padecen, aquellos a los que se les cae el techo encima, a los que les “estalla una explosión formidable que los lanza hacia atrás”. Como un relámpago caído desde las alturas y enviado por un dios inclemente que carece de toda piedad. Y es ahí donde se ha metido Mathias Enard en su última novela, Desertar (Random House), en la cabeza y el corazón y los huesos y los músculos y las entrañas de los que han sido azotados por la furia de la destrucción y en la que, sí, también pueden haber participado.
Es por lo menos el caso de ese combatiente al que “las botas le apestan a mierda” y que un día ya no puede más y se va. Es un desertor, escapa de “la peste, el odio y la noche”, esa noche que lo envuelve para echarlo en manos de “la cobardía y la traición”. Su vida no vale nada. Sabe lo que ha ocurrido, “él ya dio ese tiro de gracia a otros cuerpos perfectamente vivos que no se sabían muertos, los ojos vendados, cuerpos que caían opacos y pesados en una fosa”. Camina obstinadamente hacia una casa en medio de la montaña a la que acudía en su infancia para, desde ahí, dar el salto hacia la frontera, hacia la paz, hacia otra vida. Y, de pronto, aparecen ahí una mujer con un asno que también huyen de la barbarie, son las víctimas que la sufren en estado puro.
Enard ha tenido la audacia de meterse entre los pliegues del miedo y del dolor y del odio, y también en esa rara migaja de esperanza que todavía queda para seguir adelante y, tras tomar la medida de ese inmenso desamparo y desolación, lo describe con la precisión de un anatomista. Al mismo tiempo, y de manera paralela, su novela cuenta la historia del siglo XX a través de la vida de un matemático que estuvo preso en el campo de concentración nazi de Buchenwald y que se identificó a fondo con el proyecto comunista. El horror de la guerra en su mayor desnudez y la sofisticada elaboración de los teoremas matemáticos y de los argumentos de las construcciones ideológicas.
Contaba hace unos días en este periódico Cristian Segura, el enviado especial a Ucrania, que cada vez faltan más soldados en el ejército de Zelenski, y recogía el testimonio de un oficial que hablaba de un combatiente de primera línea que “hace unos días se marchó, sin más”. Gracias a Enard es posible entrar dentro de sus tormentos. Y, en medio de ese círculo diabólico de impotencia en el que vagamos todos, dar un golpe en la mesa y gritar, ¡carajo!, que termine de una vez tanta destrucción.
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