Nasralá, asesinado
Si Netanyahu consideraba terrorista al líder de Hezbolá, debía llevarlo ante un tribunal, no matarlo en un bombardeo indiscriminado
El asesinato del líder de Hezbolá, Hasán Nasralá, tras el bombardeo de una zona residencial de Beirut, confirma la voluntad de Benjamín Netanyahu de provocar una guerra a gran escala en Oriente Próximo. Ajeno a los insistentes llamamientos internacionales a una desescalada, el primer ministro israelí dio personalmente la orden —su Gabinete distribuyó fotografías del momento—poco después de intervenir ante la Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York, el foro que debería servir para resolver los conflictos pacíficamente pero que él utilizó para proferir una inaceptable invocación a la violencia.
La acción del viernes es condenable por múltiples factores, pero hay uno que no debe ser olvidado: se ha producido mediante un ataque indiscriminado contra una zona civil de Beirut, la capital de un país soberano. De nuevo, como viene sucediendo desde hace un año en la Franja de Gaza, Netanyahu no tiene consideración alguna por las vidas de los inocentes. Tampoco esta vez ha tenido inconveniente en arrasar varios bloques de viviendas argumentando que entre ellos se encontraba el cuartel general del partido-milicia chií. Es un crimen de guerra y como tal debe añadirse al ya extenso debe del primer ministro israelí. Si consideraba a Nasralá un terrorista, su obligación como líder de un Estado democrático era llevarlo ante un tribunal, no asesinarlo en un bombardeo indiscriminado. Sus ataques y amenazas se han extendido a zonas urbanas por todo Líbano, siguiendo el mismo principio falaz utilizado en Gaza de identificar a los civiles como voluntarios en la cobertura de los milicianos.
En lo estratégico, Netanyahu apunta a Irán, como ya advirtió desde la tribuna de la ONU. La eliminación física de la dirección de Hezbolá, lejos de ser un intento de apaciguamiento, es una provocación directa a Teherán porque este es un asesinato que trasciende el escenario libanés. Nasralá, que lideró su organización durante 32 años tras la muerte de Abbas al-Musawi, también asesinado por Israel, era una de los principales activos políticos y militares de Irán en Oriente Próximo. La presencia de Hezbolá en Siria ha sido determinante para apuntalar el régimen de Bachar el Asad. Sin la milicia chií es muy probable que El Asad hubiera sufrido el mismo destino que otros mandatarios, como el libio Muamar el Gadafi, barridos por las primaveras árabes. Fue también Hezbolá la que amenazó directamente a un país de la Unión Europea —Chipre— ante su eventual colaboración con Israel. Lo mismo cabe decir de su apoyo a los rebeldes hutíes en Yemen, que han puesto en jaque la navegación internacional en el Mar Rojo.
Sin minimizar la responsabilidad de organizaciones como Hamás o Hezbolá, es evidente la que corresponde a Netanyahu en la escalada que vive la región desde hace un año. Por eso es necesario que quienes contribuyen a que el líder del Likud actúe con total impunidad asuman también la suya. De nada sirven las declaraciones de Washington sobre su desconocimiento de la operación israelí. Aunque fuera cierto, el Gobierno israelí no podría actuar sin el inquebrantable apoyo de Estados Unidos. Más allá de las declaraciones y de los pretendidos esfuerzos diplomáticos, la Administración demócrata no ha logrado que desista de seguir provocando la muerte de civiles en Gaza o de ir hacia una guerra abierta en Líbano. Al contrario, pese a que Netanyahu ningunea cada propuesta estadounidense de alto el fuego, Joe Biden ha seguido suministrándole el apoyo militar que necesita para desarrollar su estrategia de destrucción.
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