Hacia una igualdad real y efectiva en la carrera judicial
La escasa presencia femenina en el Supremo, por primera vez presidido por una mujer, o en las presidencias de los tribunales superiores es inaceptable en un Estado democrático
El nombramiento de la magistrada Isabel Perelló como presidenta del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, ha supuesto que por primera vez en la historia de nuestro país una mujer acceda a dicha representación, un paso importante para construir las bases de la transformación y democratización necesaria de la justicia para situarla, de una vez, en el siglo XXI.
En el imaginario colectivo de gran parte de la ciudadanía sobre las personas que impartimos justicia, seguramente la visualizan como un hombre vestido con su toga negra, y pocas personas serían capaces de mencionar, antes de este nombramiento, el nombre de una magistrada del Tribunal Supremo. Con la nueva presidencia, sin duda, iremos identificando la justicia con mujeres y hombres que, formando parte de nuestra sociedad, tienen como misión impartir la justicia que emana del pueblo.
Más allá de lo simbólico, al nuevo Consejo y a su presidenta les corresponde abordar los necesarios cambios para que las funciones encomendadas cumplan con los valores y derechos constitucionales, promuevan la igualdad real y efectiva en la justicia y remuevan todos los obstáculos que la limitan. En el plan de actuación que deberán elaborar, seguramente tocará tejer muchos consensos entre sus integrantes, consensos para poner las bases de la mejora de la justicia como servicio público esencial de la ciudadanía, garantizando un acceso igualitario a la misma.
En el marco de ese plan de actuación, resulta imprescindible tomar las medidas necesarias para que se cumpla el Plan de Igualdad de la Carrera Judicial, aprobado en un lejano enero de 2020, sin que se hayan ejecutado la mayoría de las acciones previstas. Uno de sus objetivos es garantizar una representación equilibrada de mujeres y hombres en los cargos de nombramiento discrecional —aquellos a los que no se accede por antigüedad— y su adecuación a las previsiones de la Ley para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres, de 2007. Entre esos cargos discrecionales, tienen un papel fundamental los nombramientos en el Tribunal Supremo, última instancia en la interpretación de las leyes, salvo en materia de garantías constitucionales.
Recordemos que, en el índice de igualdad de género que publica anualmente el Instituto Europeo de Igualdad de Género, España ha avanzado de forma importante en el camino de la igualdad, hasta situarse en 2023 en el cuarto lugar de todos los países europeos. Sin embargo, nos muestra una imagen lamentable y negativa de la situación de las mujeres en nuestra justicia, y nos sitúa entre los tres países con menor proporción de magistradas en los tribunales supremos, solo superada por Malta y Dinamarca.
Esta infrarrepresentación de las mujeres muestra la importancia de abordar una transformación radical en los nombramientos que haga el nuevo Consejo, con el objetivo de cumplir el mandato constitucional, la normativa internacional, así como las previsiones de la modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 2018 y el propio plan de igualdad, lo que exige una objetivación sin sesgos de género de los criterios para acceder a esos cargos judiciales, así como medidas provisionales de acción positiva hasta alcanzar la paridad entre mujeres y hombres. Si no se cumplen las medidas de acción positiva, tardaremos de más 20 años en alcanzar un modesto 40%. La escasa presencia femenina en el Tribunal Supremo o en las presidencias de los tribunales superiores de Justicia —solo dos presidentas del total de 17 tribunales— cuando las mujeres somos el 57% de la carrera judicial resulta inaceptable en un Estado democrático. A título de ejemplo, la Sala Civil del Tribunal Supremo, que resuelve cuestiones tan importantes que afectan a la vida de las personas como el derecho de familia, solo cuenta con una mujer.
Pero la igualdad real no se limita a la presencia de más magistradas en esos puestos, sino que la justicia ha de promover también una interpretación que elimine los estereotipos y sesgos que contaminan tanto las normas como a las personas que aplicamos las leyes. Y esto solo se puede hacer mediante el enjuiciamiento de género, al que nos obliga la ley de igualdad de 2007 y que recuerda el plan de igualdad. El incremento de la formación de juezas y jueces en materias tales como igualdad de trato y oportunidades, la violencia de género y familiar, los delitos contra la libertad sexual y el acoso laboral favorecerá aplicar la perspectiva de género, removiendo gran parte de los obstáculos y discriminaciones que padecemos las mujeres en nuestra sociedad.
Que el nuevo Consejo, con su presidenta al frente, tenga que tejer consensos a los que nos hemos referido no puede hacerse a costa del cumplimiento de las distintas medidas que van a favorecer la igualdad real y efectiva, tanto en el poder judicial como en nuestra sociedad.
La igualdad en la justicia nos espera, y su ausencia nos desespera a las mujeres.
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