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TRIBUNA
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Una sociedad de ingratos

La existencia de alguien que no le deba nada absolutamente a nadie es casi un imposible ontológico

Abogado de causas perdidas
andresr (Getty Images)
Manuel Cruz

Hay quien ha definido a nuestra sociedad actual como una sociedad del odio, de tan extendido como se encuentra este sentimiento entre los individuos. La definición es en lo sustancial correcta, pero tal vez se refiera a la fase final de una evolución o deriva que pasa por momentos previos, asimismo dignos de atención si queremos entender adecuadamente el desenlace al que estamos asistiendo. Pues bien, si de eso se trata, tal vez uno de los momentos que más convenga resaltar sea el que bien pudiéramos denominar como el de la ingratitud generalizada.

Ejemplos ilustrativos de lo efectivamente generalizado de dicha actitud abundan por doquier. Así, hace tiempo que parece haberse instaurado por parte de muchas personas la tendencia a hacer, especialmente en el momento de la celebración de algún éxito, una especie de declaración de principios autobiográfica que se diría orientada a resaltar el valor de los propios méritos. Los términos de la declaración suelen ser prácticamente los mismos siempre: “Yo no le debo nada a nadie”. Tanto parece haberse generalizado la afirmación que ha llegado un momento en el que fácilmente la damos por buena, sin reparar en los supuestos —alguno de ellos completamente falaz— que contiene.

Y a pesar de que el “nadie” genérico de la declaración no señala a ningún “nadie” en particular, lo más frecuente es que aluda, de forma más o menos explícita, a aquellos a quienes una tercera persona podría considerar como los auténticos responsables de la fortuna que el declarante en cuestión reclama como resultado de unos méritos exclusivamente suyos, pero que desde fuera alguien podría pensar que no se hubiera podido producir sin el concurso o la ayuda de personas que, pongamos por caso, le proporcionaran los medios o le brindaran la oportunidad de hacer valer tales méritos. Con frecuencia —aunque no siempre ni de manera necesaria—, el vínculo entre ambos sectores se plantea en términos abiertamente generacionales. Cuando ello ocurre, el resultado es que son los miembros de las generaciones más jóvenes los que se niegan a aceptar la existencia de ningún tipo de deuda con los miembros de las generaciones precedentes.

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Habría que decir, a modo de consideración previa, que la existencia de alguien que no le deba nada absolutamente a nadie es casi un imposible ontológico. La vida social y la consecuente interacción entre individuos y grupos implica, de manera poco menos que inevitable, tanto la realización como la recepción de comportamientos difícilmente reductibles al mero interés particular o, si se prefiere, que no quedan entendidos de manera adecuada si los analizamos en los exclusivos términos de cálculo coste-beneficio o similares (por más que siempre haya gentes que, con manifiesta impropiedad semántica, utilice expresiones del tipo “me debe un favor”, tan odiosas como autocontradictorias —el favor por definición se regala, sin esperar nada a cambio—).

En todo caso, lo que convierte en relevante y significativa esta resistencia a asumir la menor deuda es precisamente que se produce en muy diversos ámbitos. Sin ir más lejos, en el intelectual y, más en concreto, en el académico, donde la antigua afirmación “somos una generación sin maestros”, ha perdido la condición de lamento —o incluso de queja— que tenía en sus orígenes para convertirse en una presunta descripción no exenta de una cierta carga reivindicativa. Hasta el punto de que no es solo que se rechace el concepto de maestro en cuanto tal (y ya no digamos el de discípulo), sino que se pone en cuestión la naturaleza del propio vínculo que se establece en la transmisión del saber.

Sin duda, inciden sobre este resultado diversos factores, de naturaleza heterogénea. Parece claro, por ejemplo, que el cuestionamiento que viene sufriendo desde hace ya un tiempo la idea de autoridad explica buena parte de las reticencias comentadas. De la misma forma que tampoco hay que descartar que estas puedan obedecer a un reflejo defensivo por parte de quienes temen que, en la comparación con sus predecesores, quienes les han sucedido puedan resultar malparados. Pero ni la idea de autoridad es una idea de la que podamos prescindir sin graves consecuencias teóricas (de ininteligibilidad), ni reconocer, en especial en el ámbito de la actividad intelectual, cuánto hemos aprendido todos de quienes nos precedieron debería significar el más mínimo desdoro.

Acaso deberíamos buscar en otro lugar el factor causal que en mayor medida explica esta extendida tendencia a la ingratitud. En concreto, deberíamos buscarlo en la propia evolución que ha ido siguiendo nuestra sociedad en la dirección de una creciente y casi exasperada competitividad, sustentada a su vez en un feroz individualismo. En este contexto de una realidad regida por la lógica de la exclusiva persecución del propio interés, la gratitud no es ya que constituya una inútil anomalía: es que impugna dicha lógica de manera frontal, hasta el extremo de que, precisamente por ello, podríamos llegar a considerar que va a contrapelo del mundo. De nada se obtiene menos beneficio que de dar las gracias. Quizá sea por eso por lo que darlas nos hace mejores y nos ayuda a hacer mejores a aquellos con los que nos relacionamos.


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