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TRIBUNA
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Juan Valera, el último caballero liberal

El escritor y diplomático español brilla con luz propia, divertida y melancólica a la vez, como ejemplo del liberalismo patricio del XIX

Juan Valera, el último caballero liberal. Isabel Burdiel
Itziar Barrios
Isabel Burdiel

El siglo XIX se parece cada vez más al increíble hombre menguante. Está desvaneciéndose, atenazado entre el final de las guerras napoleónicas y las décadas de los años ochenta y noventa, donde los historiadores comienzan ahora sus análisis del siglo XX. Para muchos lectores, estudiantes e historiadores jóvenes resulta demasiado rancio e incluso irrelevante, lejano respecto a las cuestiones que hoy nos interesan.

Sin embargo, el siglo XIX sigue siendo un fascinante país extranjero que, como todos los países extranjeros, tiene mucho que decirnos sobre el nuestro. En las páginas finales de su último libro sobre las revoluciones de 1848, Primavera revolucionaria (2024), Christopher Clark hace balance de lo que se consiguió y lo que se frustró entonces y por qué sigue siendo relevante entenderlo: “En una época en que el ‘liberalismo’ despojado de su carisma y vaciado de su historia, se equipara, desde la izquierda, con violencia colonial, plutocracia y economía de mercado, y, desde la derecha, con modas izquierdistas y licencia social, merece la pena recordar hasta qué punto es rico, diverso, arriesgado y vibrante”. La idea de la política como discusión pacífica de ideas e intereses es hoy tan indispensable como entonces. Como lo es el reconocimiento de que la mayoría liberal no sólo era una constelación de grupos de interés, sino que avalaba una visión elitista de la política y de la opinión pública que desconfiaba de las tendencias radicales, y también populistas y autoritarias, del pueblo, de lo que en la tradición clásica se llamaba y se sigue llamando el demos. Otros liberales demócratas y republicanos, que ampliaron un creciente espacio a su izquierda que iría rondando las propuestas socialistas, tenían razón en denunciar “sus puntos ciegos y las inconsistencias surgidas del propio interés; los argumentos radicales a favor de la democracia y la justicia social fueron un correctivo esencial contra el elitismo liberal”.

Liberales, pues, hubo muchos y de muchos tipos, pero algunos representan más que otros ese ethos del liberalismo patricio que se fue apagando a lo largo del siglo y acabó quebrando definitivamente en los años veinte del siglo pasado. Entre ellos, en España, brilla con una luz propia, divertida y melancólica a la vez, siempre inteligente, don Juan Valera (1824-1905). Muchos lectores le reconocerán por ser el autor de una novela canónica —o al menos incluida hace años en el canon escolar—: Pepita Jiménez. Valera fue escritor y crítico literario de gran aprecio en los círculos de la alta cultura y, para su pesar y queja continua, escaso en eco popular y en ventas. Se ganó la vida como diplomático y recorrió el mundo desde Nápoles a San Petersburgo, pasando por Río de Janeiro, Washington o Viena, entre otros destinos. Sus colegas pensaban que jamás se había tomado en serio la carrera diplomática, incluso la diplomacia en sí misma. Esto no le impidió escribir lúcidos informes sobre las posibilidades y las no posibilidades de un país de segunda fila internacional. Sus cartas desde San Petersburgo, contando las hazañas extravagantes del duque de Osuna en misión especial allí, divirtieron a todo el país y enfadaron al duque cuando se filtraron a la prensa. Estudioso y erudito, enamorado de la cultura clásica, fue aupado muy pronto a la Real Academia Española. Participó, de forma brillante a mi juicio, en la monumental Historia general de España de Modesto Lafuente, y sus páginas son un ejemplo magnífico de la que en Inglaterra llaman historiografía whig. Con todo, quizás su obra más interesante —que ofrece una especie de ciclorama del siglo XIX a través de una visión personalísima, inteligente, honesta, divertida y a veces trágica— son cientos y cientos de cartas: la colección más interesante del siglo, con un componente personal muy difícil de encontrar en la España y la Europa de su época.

Valera también fue diputado, como muchos otros intelectuales y escritores de su época. Cuando intentaba serlo por primera vez escribió, con demasiado desenfado, a un influyente líder del Partido Moderado: “No se trata de averiguar si yo he sido moderado o progresista, sino si soy capaz de ser cualquiera de esas cosas. Hasta ahora no he sido nada: y sólo he profesado una filosofía tan comprensiva que, por un lado, caben en ella holgadamente todos los conventos de carmelitas descalzos y, por otro, hasta los falansterios de la ciudad del Sol y las Nuevas Armonías (…) Yo no tengo entusiasmo ni por la religión, ni por el papa, ni por el rey (…) pero tengo grandísimo entusiasmo por la patria”, y a su juicio a esta lo que le convenía era participar en la carrera imperialista, la extensión de la red de ferrocarriles y la Unión Ibérica. Su nacionalismo español no le impidió escribir que, con la salvedad del vasco, por su dificultad, todos los ciudadanos deberían ser capaces de hablar o comprender todas las lenguas de una nación liberal y civilizada. Su lugar político natural fue la Unión Liberal de O’Donnell y el Partido Liberal de la Restauración.

Cuando en la crisis de 1898 empezó a hablarse de la necesidad de un “cirujano de hierro” y la práctica totalidad de los intelectuales y los políticos jugaron con ella, se escandalizó por tamaña estupidez. Con ironía escribió que le parecía un remedio “sobradamente heroico” que tan sólo añadía a “la calamidad de ser vencidos la calamidad de ser despóticamente gobernados”. Lo que interesaba era seguir desarrollando un pueblo libre “donde no es nunca el capricho de un tirano quien crea y sostiene el Gobierno, sino la opinión pública, que se impone por los medios legales de la prensa, de la tribuna, de las manifestaciones y de las asociaciones pacíficas”. Sobre quién estaba incluido y excluido de esa ideal esfera pública no se pronunciaba, ni tampoco sobre la red de patronazgo (que hoy llamaríamos corrupción) que arropaba el poder. En la obra de inmediata aparición Iberian Crossroads. A Global History of Modern Spain, de Pol Dalmau y Jorge Luengo, Valera aparece fugazmente actuando de intermediario del pago de 4.000 pesetas a un ministro para lograr el nombramiento de un arriesgado hombre de negocios como vicecónsul en la ciudad china de Xiamen.

Me parece significativo que, al mismo tiempo que hacía campaña contra las veleidades autoritarias del regeneracionismo, Valera escribiese largo y tendido sobre su ideal de domesticidad como la base de todo el edificio liberal. Lo cual implicaba, necesariamente a su juicio, hablar de las identidades distintas y complementarias de los hombres y las mujeres. “No niego la igualdad, lo que niego es la identidad confusa” que acabaría con los fundamentos del amor y del erotismo, de la civilización. A Valera le interesaban mucho las mujeres de todas clases y razas: amantes ocasionales de la burguesía, actrices y prostitutas. También damas de la alta sociedad, algo mayores que él y no especialmente bellas porque (galantemente) gustaba más del “majestuoso crepúsculo de la tarde que de la risueña aurora”. Fueron ellas las que, como Lucía Palladi, marquesa de Bedmar, le enseñaron a no amar “a la cosaca” y le descubrieron quién era y quién podía ser como hombre, como caballero y como escritor. Afirmó siempre que “así como el zahorí, por una facultad misteriosa que en sí tiene, se cuenta que descubre los tesoros escondidos en el oscuro seno de la tierra, así la mujer penetra con los ojos del alma en lo más hondo de la de su amado y allí descubre ella y luego hace ver y comprender a él los gérmenes ocultos y dormidos de su virtud y su genio”.

Escribió abundantemente sobre sus relaciones amorosas o eróticas. Sus cartas al respecto constituyen uno de los documentos más excepcionales que conozco sobre la educación para la masculinidad de un patricio liberal. A los 60 años, en Washington, tuvo un affaire con Katherine Bayard, la hija del secretario de Estado estadounidense, que se suicidó cuando él tuvo que regresar a España. Escribió una carta conmovedora sobre ella y sobre las miserias de su propio matrimonio con la hija de 18 años de un colega diplomático. Para él, su joven esposa fue todo menos una zahorí dispuesta a descubrirle lo mejor de sí mismo y apoyarle: casi le arruinó, no le entendió ni le valoró jamás y le obligó a seguir en la carrera diplomática para pagar sus cuentas cuando ya estaba deseando retirarse. En alguna ocasión le escribió rogándole: “¡Quiéreme por Dios!”. Un final triste, que tiene algo de castigo y advertencia sobre los claroscuros de aquel liberalismo patricio, incluida su dimensión más íntima, que tan bien supo encarnar don Juan Valera. Este octubre se cumple el bicentenario de su nacimiento y merece un recuerdo.


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