Un moderno en el siglo XIX
El tiempo es implacable, tanto que cuando pasa, si es o ha sido importante, parece que no pasa, y mejor así, por lo que lo mejor es ponerse a su lado, cuando él ha dejado de estarlo, y de ahí mi afición a las efemérides, a las que al final (mío) estoy sirviendo más a mi favor que al del tiempo que se me va, se me está yendo o se me ha ido, como si así pudiera ponerme a su servicio aparentando estar al suyo. Por ejemplo, el primer centenario de la muerte de don Juan Valera (Cabra, Córdoba, 1824-Madrid, 1905) viene a coincidir con el cuarto de la primera edición del Quijote, y fue precisamente el gran escritor egabrense uno de quienes en la máxima etapa de toda la historia de nuestra novela (la segunda mitad del XIX) mejor nos enseñó a leer a Cervantes en uno de sus primeros y más célebres artículos, y eso desde el principio, antes de ser académico y aun antes de ser novelista, el género que le iba a proporcionar su fama final y su debido lugar en la historia de la literatura española. Y hay que señalar que, en el momento mismo de su fallecimiento, Valera se encontraba escribiendo -más bien dictando, pues ya estaba ciego- un discurso destinado a la Real Academia sobre el tercer centenario de la publicación del Quijote, que fue su libro favorito a lo largo de su fecunda vida.
Se declaraba conservador y era experto en orientalismos, bibliófilo, malcasado y mujeriego
Quizá el primero en adelantarse a la conmemoración fue el editor Manuel Lombardero, miembro asturiano y progresista (de la generación de Ángel González y Paco Ignacio Taibo), bibliófilo y más conocido por haber sido el creador junto a José Manuel Lara de la Editorial Planeta y su correspondiente organización (y no hay más que hablar), quien tras haber empleado antes su jubilación en haber escrito un excelente Campoamor y su mundo (2000) por razones de paisanaje y olfato editorial (el público manda), ha empleado después su tiempo en darnos, adelantándose otra vez a la efemérides, su reciente biografía de don Juan Valera (Otro Don Juan, 2004) en la que si bien critica seriamente el conservadurismo de nuestro personaje -con ayuda de su amigo Carlos Pujol- no puede evitar declararse fascinado por la figura y obra del inmortal autor de Pepita Jiménez (su primera novela y la que le hizo célebre para siempre). Y éste es el primer enigma que la figura de Valera ha planteado para la posteridad. ¿Cómo un autor, semiaristócrata (era hijo de marquesa, aunque de familia venida a menos), diplomático, educado entre curas y conservador y amigo sobre todo de conservadores -Estébanez Calderón, Gumersindo Laverde y Marcelino Menéndez Pelayo- ejerce tal poder de fascinación sobre los progresistas? Veamos, dejando aparte algunos menores, como don Manuel Azaña, que obtuvo en su juventud un Premio Nacional de Literatura con un manuscrito sobre don Juan Valera (perdido, pero reconstruido después en Ensayos sobre Valera), al exiliado Fernández Montesinos (Valera o la ficción libre), a Alberto Cardín, que nos dio una notable reedición de las Cartas de Rusia, a José Luis García Martín, que nos dio otra de las cartas con Estébanez Calderón, hasta llegar -pasando por los recopiladores de sus diversas correspondencias (sobre todo Leonardo Romero Tobar, artífice de esa serie prometida de la Correspondencia a secas de Castalia, que va por el tercer volumen de los seis prometidos)- al propio Manuel Lombardero por el momento.
Bien, voy a arriesgar alguna hi-
pótesis: Juan Valera fue un conservador ma non troppo que se declaraba como tal pero criticaba a Donoso Cortés, a los carlistas de Nocedal, que era viajero, de cultura universal -sabía griego hasta el punto de falsificar a sabiendas su traducción de Longo-, experto en budismos, orientalismos y filosofías varias, bibliófilo impenitente, malcasado, impecune, mujeriego inveterado, y hasta "putero", con perdón, capaz de terminar "mal" sus novelas salvo esa parodia de los místicos que es Pepita Jiménez (donde triunfa la carne sobre el espíritu) y Juanita la Larga, que es una fábula sobre el viejo y la niña, espíritu abierto que admiraba a Voltaire, el enemigo absoluto de los neocon de la época. El resto de sus novelas terminan mal, por lo general en el suicidio, y un relativismo escéptico lo tiñe casi todo, y hasta su mala fama era tal que los conservadores se opusieron con éxito a que le nombraran embajador en el Vaticano, a él que ya era embajador, académico y senador vitalicio.
Clarín le consideró el mejor prosista de su tiempo, pues su lenguaje fue culto, elegante y popular a un tiempo. Fue mediocre y neoclásico como poeta, aborreció el romanticismo, el realismo y el naturalismo, sobre el que ironizó al pelearse con la Pardo Bazán, pero fue un crítico tan elegante que no hacía leña de -casi- nadie. Al final le gustaron algunos jóvenes, como Rubén Darío, Baroja y Valle-Inclán y hasta se embarcó en extrañas historias simbolistas y fantásticas, como en su novela Morsamor, que no gustó a casi nadie, pero que es una obra maestra en mi opinión (y tengo un cuadro en casa que representa el Castillo de Zuheros -como su personaje- en su Cabra natal, hecho ex profeso para mi recuerdo). Esta novela histórica, bizantina, de caballerías, fáustica, fantástica, enciclopédica, budista y hasta teosófica, dictada en medio de su ceguera y publicada en 1899, al año siguiente del desastre, fue considerada como demasiado complicada por Clarín, acusada de "escapista" por un Ferreras posterior, o de imitación del Persiles por Andrenio, o de inspirarse en el Fausto o en el Conde Lucanor. Pero es una lección pacifista que intenta sacar las lecciones de la derrota y decir que ya que no sabemos conservar las colonias, hay que abandonarlas y dedicarse a cultivar su propio jardín (como en el Candide volteriano) con su famosa trilogía de austeridad, trabajo, cultura y tolerancia, sus cuatro evangelios. Y todo esto dejando lo más importante para el final, sus cartas, su inmensa correspondencia, sus 1.700 cartas que le convierten en nuestra verdadera Madame de Sévigné (que sólo dejó 900 y dirigidas casi a una sola persona, su hija, a la que contó su historia del mundo y de la corte francesa, eso sí, dos siglos antes. Don Juan Valera es el mayor epistológrafo de nuestra historia, nuestra verdadera Madame de Sévigné, aunque dos siglos después, lo mismo que han tardado los franceses en poseer su correspondencia completa con las 1.400 cartas más completas (tres volúmenes en La Pléiade), pues sólo un siglo después de su muerte (la de Valera) vamos a poseer la base escueta de la suya, esas 1.700 cartas en una edición monódica, que no se quiere llamar ni completa ni general, por si siguen apareciendo algunas todavía -los propietarios las guardan como tesoros y hasta algunos de sus herederos las han destruido a veces, para guardar el buen nombre de las familias-. Pero en fin, toda esta operación es para mí un auténtico monumento, aunque todavía haya que seguir trabajando. Tenemos un don Juan Valera felizmente para largo, el tiempo sigue siendo nuestro y seguimos todavía vivitos y coleando, como él y con él, estamos salvados porque estamos vivos con él y con el tiempo que se (nos) concede.
BIBLIOGRAFÍA
Pepita Jiménez. Espasa / Alianza / Ambos Mundos /
Océano / Alba / Akal.
Juanita la Larga. Alianza / Océano / Castalia / Alba.
Dafnis y Cloe. Cátedra /
Punto de Lectura / Koty /
Caligrama.
Morsamor. Fundación José Manuel Lara / Celeste.
Genio y figura. Ediciones PML.
Las ilusiones del doctor Faustino. Castalia.
El comendador Mendoza. Libanó.
Doña Luz. Espasa / Biblioteca Nueva / Ediciones M. E.
El pájaro verde y otros cuentos. Obelisco / Guadalmena / Alfar / Granica.
Correspondencia. Castalia.
Cartas a Estébanez Calderón. Llibros del Pexe.
Cartas desde Rusia. Laertes.
Cartas. Octaedro.
Otro Don Juan. Manuel Lombardero. Planeta (biografía).
La obra literaria de don Juan Valera. La música de la vida. Andrés Amorós,
Castalia (ensayo).
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