Exigencia de ética pública
La destitución de la directora del Instituto de las Mujeres ilustra bien la necesidad de extremar los controles previos a todo nombramiento público
El Gobierno destituyó este martes a la directora del Instituto de las Mujeres, Isabel García. Su sustituta será la socióloga Cristina Hernández. Ha pasado una semana desde que se publicaron diversas informaciones en las que se recogía que García y su pareja se habrían beneficiado supuestamente de la obtención de al menos 64 contratos —cinco desde que ella asumió la dirección del Instituto en diciembre pasado— para gestionar puntos violetas en municipios gobernados por el PSOE.
La iniciativa de estos puntos fue lanzada en 2021 por el Ministerio de Igualdad —del que depende el Instituto de las Mujeres— con el objeto de identificar y proporcionar lugares seguros —empresas, comercios o personas particulares— para que las víctimas de violencia de género busquen ayuda en caso de necesitarla. Desde mediados de 2022, las empresas de García y su pareja habrían facturado más de 250.000 euros a través de adjudicaciones directas.
Hay que celebrar el final de un episodio que afectaba al prestigio de un organismo tan poco necesitado de escándalos como el Ministerio de Igualdad. En un contexto de cuestionamiento de las políticas promovidas por ese departamento y de su uso como munición para la ultraderecha, la demora en actuar de la ministra hacía un flaco favor a la institución y a lo que representa. Las acusaciones vertidas sobre Isabel García, una figura ya de por sí controvertida por su indisimulada militancia en el feminismo transexcluyente incluso durante la tramitación de la ley trans, eran lo suficientemente comprometedoras para un cargo público como para tomar cartas en el asunto, sobre todo en una semana marcada por la agenda de la “regeneración democrática”, fijada desde la misma presidencia del Gobierno para su debate en el Congreso de los Diputados.
Aunque Isabel García ha subrayado que, tras acceder a la dirección del Instituto de las Mujeres había reducido su participación empresarial por debajo del mínimo exigido por la ley (el 10%), también reconoció que uno de los correos electrónicos utilizados en los concursos públicos era el suyo personal debido a un “error administrativo”. De una representante institucional se espera un razonamiento más coherente con la ley 3/2015, reguladora del ejercicio de altos cargos, por la que se establece que los responsables de la Administración deben evitar que sus intereses personales influyan en el ejercicio de sus funciones.
Desde una perspectiva de la ética pública —más estricta que las propias leyes—, es exigible que los controles previos a todo nombramiento público despejen cualquier posible duda y que, de existir una apariencia de incorrección, se active de inmediato un sistema que proteja el buen nombre de las instituciones.
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