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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Antiguo y barbudo

J. D. Vance es el primer candidato a la presidencia o vicepresidencia de Estados Unidos que lleva barba en más de un siglo

Jaime Rubio Hancock
El senador y candidato a la vicepresidencia, J. D. Vance, durante la Convención Nacional Republicana.
El senador y candidato a la vicepresidencia, J. D. Vance, durante la Convención Nacional Republicana.ALLISON DINNER (EFE)

Donald Trump ha escogido a su candidato a la vicepresidencia, el senador J. D. Vance. Y esta elección ha traído una pequeña sorpresa, y no me refiero a que sea aún más conservador que Trump, sino a que Vance lleva barba.

El periodista Nathaniel Rakich recordaba en X que se ha roto el cordón sanitario a la barba en la política estadounidense: si no se afeita antes de noviembre, Vance será el primer candidato a la presidencia o vicepresidencia que lleva barba completa desde Charles Evan Hughes, que perdió ante Woodrow Wilson en 1916 (su tuit menciona también a Charles W. Fairbanks, pero llevaba perilla). En 1892, el presidente Benjamin Harrison fue el último barbudo que ganó unas elecciones.

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La historia de las barbas tiene su interés: refleja cómo vemos y vivimos la masculinidad en cada momento. Por ejemplo, en SPQR, Mary Beard (María Barba) escribe que Adriano rompió en el año 117 con un siglo de emperadores afeitados e inició una era de emperadores barbudos. No está claro por qué, aunque probablemente fuera para acercarse a la imagen tradicional de los filósofos.

Como escribe el historiador Christopher Oldstone-Moore en su libro Of Beards and Men, el modo por defecto del vello facial masculino en occidente ha sido el de ir afeitado, con cuatro grandes momentos históricos de barbas: después de Adriano llegaron las de los reyes medievales, las de los hombres renacentistas y las del siglo XIX, con unas patillas y mostachos estupendos que compensaban una vestimenta sobria.

En el siglo XX y tras los experimentos del siglo anterior, el afeitado se convirtió en un símbolo de respetabilidad, opuesto a las barbas y melenas de la contracultura de los años 60 (esos hippies). Ni siquiera los bigotes tenían buena prensa. El republicano Thomas E. Dewey, que perdió contra Truman en 1944, fue el último candidato presidencial con bigote y habría sido el primer presidente con pelo en la cara desde el mostachudo Howard Taft (1909-1913). Dewey perdió por solo 38.000 votos y Oldstone-Moore apunta que las críticas a su vello facial jugaron un factor menor, pero importante: el bigote era propio de actores como Clark Gable o, peor, de enemigos del país como Hitler y Stalin.

El historiador también recuerda que Margaret Thatcher detestaba las barbas y que en los primeros gobiernos de Tony Blair era recomendable afeitársela para medrar. Y a Trump, nacido en 1946, tampoco le gustan: Vanity Fair comentaba que ese era el principal escollo de Vance, su barba y no ideas absurdas como que es mejor seguir en un matrimonio violento por el bien de los niños.

Todo esto suena un poco raro en España, donde en los últimos 30 años hemos tenido a un presidente barbudo, Mariano Rajoy, y a otro con bigote de contable, José María Aznar. Pero el vello facial también fue objeto de pequeños debates: por ejemplo, una estilista consultada por ABC en 2010 recomendó a Rajoy que se afeitara.

Antes, la barba se asociaba a los progres de los 70 y 80. Pero eso también terminó. Como le decía Camilo José Cela a Francisco Umbral en una entrevista publicada en EL PAÍS en 1984: “Yo llevé la primera barba contestataria de España. Luego, cuando empezaron a dejarse barba los funcionarios de la Caja Postal de Ahorros, comprendí que ya no valía la pena”.

Vivimos otro momento de cambios. En 2006, The New York Times hablaba del primer verano de las barbas de los hipsters de Williamsburg, unas barbas que llevaron durante la siguiente década esos modernillos que decían cosas como “me gustó su primer disco, pero luego se volvieron muy comerciales” y “ponme una IPA”. Ahora, los jóvenes prefieren ir afeitados o con un bigote anémico del que se arrepentirán cuando lo vean en fotos dentro de unos años (lo sé porque llevé perilla). La barba ha perdido esa aura de inconformismo y de experimentación. Tanto, que se atreve a dejársela un candidato a la vicepresidencia de Estados Unidos tan conservador que parece una caricatura.

Así las cosas, ¿por qué algunos seguimos sin afeitarnos, salvo alguna poda ocasional para poner orden? No puedo hablar por todo el mundo, pero en mi caso no se trata de ninguna posición política ni filosófica: si algo tiene la barba es que es muy útil para tapar la cara.

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Sobre la firma

Jaime Rubio Hancock
Editor de boletines de EL PAÍS y columnista en Anatomía de Twitter. Antes pasó por Verne, donde escribió sobre redes sociales, filosofía y humor, entre otros temas. Es autor de los ensayos '¿Está bien pegar a un nazi?' y 'El gran libro del humor español', además de la novela 'El informe Penkse', premio La Llama de narrativa de humor.
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